En todos los ámbitos, la pandemia, más que crear tendencias, aceleró y profundizó las que ya estaban delineadas. Ahora que podemos apreciar y dimensionar los acontecimientos con mayor precisión, esta conclusión resulta evidente. Del mismo modo que no es una sorpresa la velocidad exponencial con la que se integraron el mundo físico y el digital en una única fuente de sentido y realidad, tampoco debería serlo que la nueva configuración social de la Argentina ahora esté a la vista de todos.
Su carácter bifronte se viene gestando desde hace años. La pandemia más la extensa cuarentena lo único que hicieron fue cristalizarlo.
Como todo ser dual, es complejo de definir y de predecir. Sus conductas resultan paradójicas, erráticas, en apariencia contradictorias. No encajan dentro de las características clásicas del juicio y del prejuicio. Y es justamente por ello que pueden conducir a errores de interpretación.
A un extremo de la grieta se preguntan: ¿cómo es posible que un laburante vote a la derecha?, sin llegar a comprender que para ese trabajador no se trata de derecha o izquierda. Del otro lado sucede lo mismo, solo que en sentido inverso. ¿Cómo se explica que un profesional formado, educado, con acceso a una vida confortable pueda adherir a propuestas que a la larga pueden terminar atentando contra su propio confort?
Parafraseando a Pascal, ¿de qué manera ese corazón de clase media tiene razones que la razón no comprende? Interrogando desde el otro lado del fenómeno cabe recordar a Juan Carlos Pugliese, aquel ministro de Economía de Alfonsín que asumió en plena hiperinflación de 1989 y dejó para la historia una frase arquetípicamente argentina: “Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.
El problema de la hibridez es que siempre se torna complejo dilucidar la proporción de carga genética de cada una de las partes. ¿Qué pesa más, el corazón de clase media o el bolsillo de clase baja? ¿El acervo cultural y la carga de valores o los apremios de la economía cotidiana? ¿Cómo se influencian mutuamente lo uno con lo otro? ¿Hasta dónde el problema son las siempre ascendentes expectativas de la clase media, que por lógica no hay bolsillo que pueda satisfacer? ¿Es la clase media una construcción simbólica e identitaria que siempre se corre el arco a sí misma y por eso “nunca llega”? ¿O en realidad estamos asistiendo a un proceso de degradación en cámara lenta donde nos encontramos pidiendo siempre lo mismo en un espiral descendente?
Por ser un espiral no llegamos a percibir que aunque el requerimiento sea el mismo, en cada ocasión lo hacemos desde un escalón más abajo y eso nos aleja más y más del objeto de deseo.
¿Tiene la sociedad argentina, por su configuración dual, una insatisfacción crónica, o en realidad la velocidad del deterioro es superior a la de readecuación de sus demandas?
En pocas palabras: ¿siempre queremos más de lo que podemos o a pesar de querer cada vez menos no llegamos ya ni siquiera a eso?
Números para el análisis
Si le ponemos números al análisis, tal vez quede más claro el dilema.
Entre 2012 y 2020, la economía de la Argentina cayó 13%, la inflación fue del 1438% y el desempleo subió 3,5 puntos porcentuales.
A pesar de haber caído 7 puntos, como lo demuestra el estudio publicado recientemente por el Banco Mundial, la clase media sigue abarcando en nuestro país al 45% de las familias. Y si lo vinculamos ya no con lo fáctico, sino con el imaginario, lo que expresa la clase media continúa siendo atractivo para 3 de cada 4 argentinos. Tanto nuestros estudios como los del Observatorio de Psicología Social de la UBA lo confirman. El 75% de la población se autopercibe integrando este gran colectivo social.
El punto hoy es cómo se articulan el componente simbólico con la realidad constante y sonante de la economía cotidiana. Corazón y bolsillo.
Al cierre del cuarto trimestre de 2020, para considerarse como parte de la clase media alta, una familia de la Argentina tenía que tener ingresos mensuales totales “piso” de $120.000 y “techo” de $250.000. El promedio, $150.000. Con esos valores se pertenecía al 17% de la familias que en la pirámide social se ubican en el segundo escalón, inmediatamente debajo de la clase alta. A la cotización del dólar blue del cierre del año, esos valores eran: US$720 piso, US$1500 techo, y US$900 promedio.
Si nos detenemos a analizar el otro segmento que integra la clase media, que es la clase media baja, mucho más frágil y vulnerable, la situación resulta más apremiante. El piso de ingresos era $60.000, el techo $120.000 y el promedio, $75.000. Llevado a dólares blue, US$360, US$720 y US$450 respectivamente.
La conversión de los ingresos familiares de la clase media a dólares está lejos de ser trivial. Responde a que justamente sus expectativas de consumo están vinculadas en gran medida con bienes icónicos que tienen “dólares adentro”. Simplificando, y a riesgo de ser demasiado lineales, para la clase media alta, el viaje, el auto, la tecnología y la ropa. Para la clase media baja, el celular, la computadora y las zapatillas.
Podrá decirse, con razón, que esos bienes, en el caso de ser importados o tener componentes que llegan del exterior, entran al país a dólar oficial, lo cual es cierto. Pero no puede desconocerse que en la Argentina lo que sucede con el dólar blue se filtra en todas las cadenas de valor disfrazado de inflación. Al fin de cuentas es lo mismo, o bastante parecido.
El shock de los precios
Es lo que, al “salir de la caverna” en la que hibernaron buena parte del año pasado llevó a los consumidores a shockearse con ciertos precios haciéndose una pregunta simple y casi infantil: ¿qué pasó? ¿Un celular cuesta entre $150.000 y $250.000? ¿Un par de zapatillas, entre $10.000 y $20.000? ¿Un kilo de asado entre $600 y $800? ¿Qué pasó?
Buena parte de la explicación hay que buscarla justamente en el dólar blue. Entramos a la cuarentena con un dólar de $86 y salimos con uno que valía casi el doble.
Si no queremos tomar este parámetro y pasamos a pesos, basta registrar que hoy la inflación interanual es del 50%, según la medición del Indec de junio. Por donde se lo que quiera mirar el problema es similar. El poder adquisitivo de los hogares argentinos se redujo 8% en promedio durante el primer trimestre de 2021. Medido en pesos, considerando ingresos de los hogares e inflación publicados también por las estadísticas oficiales. Y medido en dólares blue, la caída fue del 19%, con un dólar “contenido”.
La Argentina dual le está encontrando sus propias respuestas al dilema. Son de orden práctico más que filosófico.
Se consolidan patrones de consumo más sajones que latinos. Prima la sensatez, la austeridad y la conveniencia. Lo que antes se escondía ahora se socializa. La cultura low cost gana cada vez más adeptos. Crecen los outlets, los mayoristas, las ferias, los showrooms, las segundas marcas y, por supuesto, el comercio electrónico, propio de la nueva era donde físico y digital ya son una única cosa.
Otro símbolo de la época es que muchos consumidores ya no hablan tanto de segundas marcas, sino de “primeras marcas desconocidas”, sutileza que busca calmar a ese corazón de clase media que se inquieta cuando siente que su bolsillo ahora es de clase baja. Al menos para su percepción y sus expectativas.
¿De qué manera esta dualidad que se venía gestando, pero que ahora se transparentó y quedó expuesta, reconfigurará la narrativa de nuestra identidad nacional? ¿Será aceptada con resignación o, por el contrario, provocará enojo? ¿Se procesará el dolor que produce un movimiento descendente de este calibre o se manifestará en el decir y el hacer de los ciudadanos?
Interrogantes que se abren ahora que todo está a la vista.
La presente nota fue publicada en el diario LaNación el 26/07/2021.