La crisis todavía no terminó. El segundo semestre, probablemente, traerá los mejores meses desde 2017: la actividad se recuperará y la inflación bajará. Sin embargo, quedarán muchos desequilibrios pendientes que tendrán que corregirse en los próximos años: una reestructuración con el FMI, un déficit fiscal relevante y el desarme del esquema de control de cambios, más conocido como cepo, son algunos problemas inevitables que la economía argentina tendrá que resolver en el corto plazo.
Lamentablemente, parece difícil salir de estos problemas sin una nueva ronda de aceleración de la inflación y recesión, a lo que podría sumarse otra caída más del poder adquisitivo. Pensar qué políticas podrían minimizar estos golpes, tanto sobre la economía real como sobre los indicadores sociales, es un desafío que conviene encarar cuanto antes.
Hace poco más de diez años que la Argentina tiene dos grandes déficits, fiscal y externo. Un sector público que necesita más pesos de los que recauda para funcionar y una economía que demanda más dólares de los que genera. Estos dos problemas se retroalimentan mutuamente. Por ejemplo, el rojo del sector público se cubre con emisión, algo que más temprano que tarde termina devaluando a nuestra moneda y alentando el ahorro en divisas, o con más impuestos, lo que deteriora la competitividad del sector privado, complicando su inserción internacional vía exportaciones y reduciendo el superávit de cuenta corriente.
Por su parte, el rojo externo suele motivar el endeudamiento en dólares del sector público, tal como pasó en 2016 y 2017, aumentando el riesgo de descalce de moneda del Tesoro Nacional -ingresos en pesos y compromisos en moneda extranjera, que se encarece después de las devaluaciones-. A la vez, las recurrentes crisis que provocan los estrangulamientos externos golpean al sector privado, achicando el nivel de actividad y la recaudación potencial del Palacio de Hacienda.
En consecuencia, aunque estas dos variables podrían parecer independientes a priori y resolubles “por partes”, tienen que corregirse de manera simultánea. En una lectura rápida, esto podría dar la idea de agravar la crisis y complicar la situación. Sin embargo, también puede hacerse del defecto virtud y aprovechar estas conexiones para solucionar ambos problemas.
El acuerdo con el FMI exigirá corregir los desequilibrios de las cuentas públicas. El desarme -progresivo- del cepo obligará a achicar la brecha entre la oferta y la demanda de dólares de nuestra economía; de lo contrario, la normalización del mercado cambiario solo se logrará mediante un nuevo salto devaluatorio, tanto o más relevante que los de 2018 y 2019.
En el corto plazo, hay una salida que permitiría equilibrar el déficit externo de manera paulatina, siempre que haya un sendero creíble y consistente de corrección fiscal: la llegada de inversiones, productivas y financieras. Dado que las exportaciones no pueden crecer a la velocidad que nuestros desequilibrios necesitan, en tanto que nuestras urgencias no son las del resto del mundo, la entrada de dólares por la cuenta capital podría salvar este descalce de tiempos, más no sea de manera transitoria y parcial.
En la primera mitad de la gestión Cambiemos se intentó algo de esto. Sin embargo, la velocidad del endeudamiento fue inconsistente con la tasa de reducción del déficit fiscal, a la vez que la desregulación total a la entrada y salida de las inversiones financieras facilitó primero el sobre-ingreso de capitales especulativos de corto plazo y su desarme después. Peor aún, en lugar de abordar a este período de endeudamiento externo como transitorio, y aprovechar el tiempo que daba para mejorar la capacidad de generación de divisas genuinas, es decir, la competitividad del sector productivo y su capacidad exportadora, se lo trató como permanente, atrasando al tipo de cambio y recostándose en la idea de que la confianza era tan eterna como espontánea.
En 2015, la economía argentina tenía un solo activo relevante, el bajo nivel de endeudamiento externo, y muchos desequilibrios por corregir: atrasos de precios relativos, cepo y rojo fiscal, entre otros. En 2019, por el contrario, el nivel de endeudamiento externo era un problema urgente, pero los pasivos de cuatro años atrás estaban en vías de corregirse -a excepción del cepo, que había vuelto en septiembre de 2019, luego del salto cambiario pos-PASO y un apetito dolarizador que parecía no tener techo.
En 2021, el nivel de endeudamiento externo sigue siendo un problema, menos urgente por la reestructuración de la deuda con privados y el posible acuerdo con el FMI, pero igual de relevante. A la vez, los puntos fuertes de 2019 desaparecieron, en parte producto de la pandemia y las políticas que motivó. La ausencia de activos es un problema, dado que reduce las chances de recostarse sobre una variable y aprovecharla para suavizar los costos de las correcciones. No obstante, y por la misma razón, nos obligará a llevar adelante las correcciones: ya no hay sobre qué recostarse, ni herencia que explotar.
Corregir las dos brechas, de manera simultánea y sostenible, sin generar nuevas recesiones ni transferencias de ingresos de pobres a ricos es el desafío. La velocidad de los ajustes y su consistencia recíproca, más allá de cuál sea esta velocidad, la clave del éxito. Parece fácil de decirlo, tanto como difícil de lograrlo. La cuenta regresiva ya empezó. Ojalá esta vez sepamos frenar el reloj a tiempo.
La presente nota fue publicada en el diario elDiarioAR el 22/08/2021.