La crisis financiera pone al gobierno en modo “minimización de costos”

Las tensiones financieras derivadas del shock en el mercado de deuda en pesos, las restricciones a las importaciones y el turbulento recambio ministerial, desembocaron en la actual crisis: las cotizaciones paralelas del dólar llevaron la brecha cambiaria a la zona del 150% (récord para la actual gestión) y el riesgo país se ubicó cerca de los 3.000 puntos básicos por el desplome generalizado del precio de los bonos (cotizan en su mayoría a una paridad por debajo de los 20 centavos por dólar).

El análisis de la situación actual requiere tener en cuenta que:

  • 1) Los elevados niveles de brecha cambiaria no son consistentes con un escenario de estabilidad económica y debilitan la capacidad del gobierno para evitar un salto discreto del tipo de cambio oficial.
  • 2) Un salto del tipo de cambio oficial conlleva riesgos agudos de empeoramiento del escenario nominal y real (aceleración de la inflación y caída del consumo y la actividad), si no se acompaña con un cambio de expectativas y correcciones de fondo.
  • 3) La situación actual es diferente respecto de otros episodios recientes. La disponibilidad de reservas, los niveles de inflación, la situación social y los conflictos en la coalición gobernante lucen más acuciantes, dificultando el margen de reacción.

Considerando estos tres elementos se entiende por qué las principales acciones del gobierno estuvieron directamente apuntadas a reencauzar la situación (desdoblamiento para turismo receptivo, limitación en la tenencia de CEDEARs, flexibilización para importaciones estratégicas). Sin embargo, por el momento la instrumentación de la política económica careció de la fortaleza necesaria para torcer las expectativas. Esto se ve agudizado por una crisis de desconfianza que contribuye a retroalimentar los riesgos.

En otras palabras, el principal objetivo del gobierno es evitar una devaluación del tipo de cambio oficial, pero el éxito parece cada vez más lejano: la velocidad que tomó la crisis financiera es indicativa de la fragilidad subyacente y muestra que el escenario se torna más inestable.

En lo inmediato, seguramente se anuncien medidas adicionales para descomprimir las tensiones cambiarias y aplacar las cotizaciones alternativas del dólar, idealmente acompañadas con un mayor grado de cohesión política. Por lo pronto, la ministra Batakis se reunirá con la titular del FMI; lo que constituye una señal de ratificación del rumbo económico.

Cabe señalar que el gobierno cuenta a su favor con un stock de agrodivisas por liquidarse (fundamentalmente soja), que no quedan muchos meses de importaciones fuertes de energía (aumentaron 190% i.a. en el primer semestre) y que los dólares alternativos se sitúan en precios de overshooting o pánico (niveles similares pudieron desinflarse en el pasado alineando expectativas).

Sin embargo, los próximos meses serán desafiantes y no permiten despejar el escenario en el que la crisis financiera se traslada a la economía real.

Por el lado cambiario, las importaciones no energéticas no pueden permanecer reprimidas indefinidamente sin un traslado a precios y sin un impacto sobre la actividad, al tiempo que las perspectivas de la cosecha fina no lucen alentadoras. Por el lado fiscal, el programa depende en extremo de la colocación de deuda en pesos, actualmente no atractiva para el mercado, y el aporte del Banco Central. Por esta razón, seguramente veamos aumentos en las tasas de interés.

En ese marco, el segundo semestre transitará indefectiblemente con mayor inflación, menor consumo y retracción de la actividad respecto a la primera mitad del año.

Con poco tiempo para realizar correcciones de fondo que arrojen resultados positivos y duraderos, la actual crisis financiera está forzando al gobierno a priorizar la minimización de costos hasta las elecciones del año próximo. Y evitar una devaluación figura al tope de sus prioridades: en el contexto actual el riesgo de una escalada nominal es mucho más nocivo que el impacto sobre la economía real para contenerla.

 

Nueva ministra, ¿mismo rumbo?

Las primeras declaraciones de la nueva ministra de Economía, Silvina Batakis, pueden entenderse como una ratificación del rumbo previo: evitar un salto cambiario pero sin perder competitividad (crawling peg), la importancia de demostrar solvencia fiscal sin aumento de impuestos pero utilizando al déficit como herramienta contracíclica (consolidación fiscal gradual), la relevancia de que aquellos con capacidad de pago se puedan hacer cargo de los costos para poder redistribuir (segmentación tarifaria para acotar cuenta de subsidios), la necesidad de renovar por encima de los vencimientos en pesos (financiamiento neto positivo) y poner los dólares al servicio de la producción (acumulación de reservas), son todos conceptos que validan el rumbo previo, que es el enmarcado dentro del acuerdo con el FMI. De hecho, la ministra se comunicó con la directora del organismo ratificando el cumplimiento del programa.

Pero el andamiaje de política económica que marca este acuerdo, que es el que baliza el mencionado rumbo, es el que entró en crisis ya desde antes de la salida del anterior ministro, justamente por el debilitamiento de dos de sus pilares fundamentales: la salud del crédito en pesos y la dificultad del BCRA para acumular reservas (que en conjunto jaquean la sostenibilidad del crawling peg). El proceso de renuncia de Guzmán y designación de Batakis sólo aceleró esta dinámica de deterioro, empeorando el punto de partida.

También antes del cambio ministerial las principales acciones del Gobierno apuntaban directamente a recomponer esos pilares: las fuertes compras de bonos por parte del BCRA y las restricciones a las importaciones estaban direccionadas justamente a eso. Es cierto que el resultado de ambas acciones es un escenario de mayor inflación y menor actividad que el que se preveía en mayo (lo cual se plasma en nuestras proyecciones más recientes), pero la comparación relevante es contra el escenario en el cual primaba la inacción. Y evitar esto último constituye hoy la primera prioridad del Gobierno.

De esta forma, puede verse que la ratificación del rumbo que fija el acuerdo con el FMI es validada por las primeras declaraciones de la ministra, pero más importante aún, también por las principales acciones del Gobierno antes de su designación, guiadas por el objetivo de evitar un empeoramiento agudo del escenario nominal. Y hasta el momento, esta validación prima por sobre las diferencias internas que parecerían existir al interior de la coalición de Gobierno.

No es la primera vez que este riesgo “ordena” las diferencias internas: en octubre de 2020 (cuando el dólar CCL superó un valor equivalente a más de 400 ARS/USD actuales) o en enero de 2022 (la brecha superó 120%) el Gobierno convalidó un giro ortodoxo y la firma del acuerdo con el FMI. En otras palabras, la actual tensión financiera, que acrecienta los riesgos de un salto cambiario, ayuda a contextualizar la ratificación del rumbo por parte de la ministra.

 

Lógicamente, las situaciones no son estrictamente comparables, ya que los márgenes actuales lucen más acotados que en los otros episodios: la situación actual de reservas es más endeble, la presión fiscal es más aguda, las importaciones ya se restringieron y, sobre todo, las dudas respecto del rollover en pesos son más acuciantes. Pero también es mayor el costo de incurrir en un salto cambiario -cuando la inflación navega al 80% en lugar de al 40%/50%-, reforzando y ayudando a entender el actual “abroquelamiento”.

Pero además los límites que impone la realidad son más rígidos que los que determina una coyuntura signada por los objetivos urgentes de reconstituir el crédito en pesos y despejar expectativas de una devaluación. Incluso cuando se tranquilice el frente financiero, el margen para desplegar un “giro expansivo” en la política económica es angosto también hacia adelante.

En materia fiscal, porque el programa financiero descansa sobre un financiamiento neto positivo en el mercado local que aún debe ser reconstituido. Y aún cuando en acuerdo con el FMI se habilite un mayor déficit, éste debe ser financiado y no aparecen fuentes frescas en el horizonte: i) aumentar la presión tributaria (negado por la actual ministra) requiere de aprobación legislativa; ii) el mercado de deuda externa permanecerá cerrado; iii) los organismos internacionales ya están aportando financiamiento positivo en el marco del acuerdo con el FMI; iv) el relajamiento de la asistencia monetaria está limitado tanto por los márgenes legales (que también dependen de la aprobación legislativa) como por la realidad (su relajamiento podría afectar la renovación de la deuda en pesos).

En materia tarifaria, porque más allá de que el ahorro que arroje la segmentación es acotado, una profundización del atraso choca con los límites fiscales.

En materia de tasas, porque no sólo implicaría ir en contra explícitamente del acuerdo con el FMI sino también porque el canal de tasas de interés constituye una de las principales herramientas para mantener a raya los dólares financieros.

Y en materia cambiaria, porque un atraso del dólar implica el mismo cortocircuito con el FMI y también porque requiere contar con un “colchón” de reservas (o un salto agudo de términos de intercambio) que no aparece en el horizonte.

Por estas razones, el rumbo que hoy parecería estar ratificado por la urgencia que demanda reconstituir la confianza parecería también tener pocas chances de ser desviado “si pasa el temporal”.  En este sentido, la discusión pasará por maximizar los márgenes de acción en las futuras revisiones (que sólo por lo ya ocurrido requerirán de una nueva recalibración) y repriorizar las distintas partidas al interior del gasto con pocas chances de incrementar el déficit total.

Finalmente, cabe remarcar que la ratificación del rumbo (alejando en lo inmediato un desvío de sesgo expansivo) no quiere decir ni que los riesgos de corto plazo se hayan acotado, ni que la tentación de desviarse en los próximos meses haya desaparecido. Pero sí indica que el rumbo económico delineado por la ministra estará determinado por los andariveles que marquen la tensión (o calma) financiera y la tensión (o calma) política.

Ahora, la realidad de la cuarentena económica

La Argentina ha vuelto, al menos por ahora, a la normalidad. Oculta detrás del drama de la pandemia y de la opacidad de la cuarentena, regresa nítida, entreverada y apremiante, la realidad. En su libro El lado oscuro de la econometría, Walter Sosa Escudero desarrolla uno de esos conceptos que iluminan los análisis más arduos: “Todo buen paper empírico debería poder resumirse en un solo número”. El padre de la idea es el economista norteamericano Orley Ashenfelter. Si hubiera que elegir ese número para explicar la complejidad que tenemos por delante, sería 10. La economía crecerá este año cerca del 10%. En simultáneo, las ventas de productos básicos como harina, azúcar, aceite, arroz, fideos y latas de tomates, cayó en los primeros 9 meses de 2021 un 10%, según la auditoría de mercado de Scentia. ¿Cómo se explican esos dos datos en apariencia tan contradictorios?

La primera lectura de trazo grueso es simple. Aún con esa vigorosa recuperación, el Producto Bruto Interno (PBI) de nuestro país vuelve apenas a 2019. Si hilamos un poco más profundo, la caída y la recuperación no fueron homogéneas. Todo lo contrario. El impacto del cierre fue extremadamente heterogéneo. Hay sectores que todavía están muy golpeados. Por otro lado, lo que se perdió en el camino para sobrevivir y poder llegar hasta acá no se recupera tan fácil. La destrucción de capital fue violenta. Al operar bajo la lógica de la supervivencia, no hay espacio fáctico ni simbólico para optimizar las decisiones. Se hace lo que se puede, se toma lo que hay. El mañana no existe, la vida se vuelve puro presente.

Poniéndolo en términos prácticos, quien tuvo que vender dólares ahorrados durante años a $80 o $100 al comienzo del confinamiento, no necesariamente hoy puede volver a comprarlos a $200. Aquel que se desprendió de un inmueble al precio que pudo en un mercado paralizado, o el que “remató” su auto, necesitan hoy juntar muchos más pesos para transformarlos en dólares y recuperar esos bienes. Para peor, en algunos casos, como el de los autos, la escasez de oferta –por la falta de divisas- hace que los valores hayan subido ya no en pesos, lo cual es obvio, sino en dólares. Los que tomaron deuda, aún a tasas bajas, ahora deben pagarlas. La situación es todavía más delicada para quien padeció la dolorosa situación de tener que cerrar un comercio o una empresa o entre aquellos que perdieron el empleo.

Volver al punto de inicio macroeconómico es, sin dudas, una buena noticia. Suponer por ello que “ya está”, que “acá no pasó nada”, que “ya lo arreglamos” implica subestimar el impacto del que fue uno de los procesos más tortuosos y angustiantes de la historia económica y social de nuestro país sobre la microeconomía, que es la economía que viven y comprenden la mayor parte de los ciudadanos.

Las personas y los negocios están preparados para los vaivenes, la incertidumbre y los cambios en las reglas de juego. No había manual ni estrategia que contemplara “facturación cero” durante tantos meses.

La cuarentena económica

En nuestro último relevamiento cualitativo del humor social, realizado entre el 19 y el 25 de octubre, nos encontramos con un panorama muy delicado en los sectores que más sufrieron ese agujero negro que significó “la vida sin calle”. Se trata de la clase media baja (28% de las familias) y la clase baja no pobre (19% de las familias).

A un mes de haberse concretado, la apertura total era bien recibida, pero poco disfrutada. El “efecto años locos” que veníamos previendo para el final de la pandemia y que, al igual que todo lo vinculado al virus, es global y atraviesa culturas, geografías e idiomas, se está dando. El punto es que, por la restricción de un poder adquisitivo que se licúa frente a una inflación que a los ojos de los consumidores luce “desmadrada”, no son tantos los que pueden ingresar a “la fiesta”. Al menos por ahora.

La clase alta (5% de las familias) y la clase media alta (17% de las familias), en mayor o menor medida, ya se subieron a la ola sanadora del disfrute. No las hace olvidar lo que ocurrió, pero se permiten comenzar a cerrar las heridas. Para ellos, después de tanto malestar el bienestar no tiene precio. Son los que han vuelto a viajar, llenar restaurantes, bares y recitales y están reconstruyendo la noche. Sus ansias de reparación permiten proyectar un verano histórico.

Aun asumiendo que algunos integrantes de la clase media baja pudieran sumarse a ese grupo, muy difícilmente podamos estar hablando de más allá del 30% de las familias argentinas.

Para el resto, el encuentro con la realidad es frustrante. Ahora que pueden, perciben con claridad que no pueden. O al menos que no pueden ni todo lo que podían ni todo lo quieren.

Si a los dos grupos más afectados por la conjunción de pandemia + cuarentena –clase media baja y clase baja no pobre- les sumamos los hogares por debajo de la línea de la pobreza, estamos hablando, como mínimo, del 70% de los argentinos.

Para ellos, la preocupación cotidiana continúa estando circunscripta al ámbito hogareño. Más allá de lo que ocurra “afuera”, los problemas siguen estando “adentro”. Sienten y expresan que cuesta mucho conseguir el dinero y cuando lo tienen en la mano “la plata no vale nada”. Su día a día pasa por lo más básico, por “la comida”. Productos como el queso, el yogur y la carne vacuna, entre otros, se han transformado en excepciones de carácter lujoso.

Las estadísticas del Ipcva (Instituto de Promoción de la Carne Vacuna) lo confirman. Hoy se consumen en el país 47 kilos de carne de vaca por habitante por año. Un 6% menos que el año pasado, un 18% menos que en 2018 y un 32% menos que en 2008. Es el registro más bajo de la historia.

Es por ello que, frente a la salida, ahora hablan de un encierro que continúa, ya no por imposición sino por restricción. Expresan haber pasado de la cuarentena por la pandemia a una cuarentena económica.

La mirada estructural

Si tomamos distancia de la coyuntura y miramos con un poco más de perspectiva podemos comprender mejor lo que ocurre. Entre 2012 y 2021, aún recuperando 10% este año, la economía cayó 5% punta a punta. Después de una década, la torta es más chica. Si la hacemos por habitante, el número es obviamente peor, dado que la población crece 1% por año. La caída da 14% en 10 años.

En simultáneo, durante el mismo período la inflación fue del 2300% acumulado y el mercado de consumo masivo –alimentos, bebidas, cosmética y limpieza- se contrajo 13%.

Si nos abocamos al desafiante ejercicio de mirar hacia adelante, los pronósticos no son demasiado alentadores. El grueso de los economistas argentinos proyecta una inflación cercana al 50% para 2022 y un crecimiento del 2%, de acuerdo con el Relevamiento de Expectativas de Mercado (REM) que publicó el Banco Central en octubre. No se avizora ningún oasis en el horizonte cercano. El camino para salir de la actual situación será arduo y trabajoso. La gente lo sabe.

Cuando se mira en profundidad y se desentraña lo que está detrás de los datos, todo aquello que lucía contradictorio comienza a tener sentido. Volvió la realidad. La situación es delicada.

 

La presente nota fue publicada en el diario LaNación el 29/11/2021.

Déficit fiscal, déficit externo: la urgencia de hacer virtud de los defectos

La crisis todavía no terminó. El segundo semestre, probablemente, traerá los mejores meses desde 2017: la actividad se recuperará y la inflación bajará. Sin embargo, quedarán muchos desequilibrios pendientes que tendrán que corregirse en los próximos años: una reestructuración con el FMI, un déficit fiscal relevante y el desarme del esquema de control de cambios, más conocido como cepo, son algunos problemas inevitables que la economía argentina tendrá que resolver en el corto plazo.

Lamentablemente, parece difícil salir de estos problemas sin una nueva ronda de aceleración de la inflación y recesión, a lo que podría sumarse otra caída más del poder adquisitivo. Pensar qué políticas podrían minimizar estos golpes, tanto sobre la economía real como sobre los indicadores sociales, es un desafío que conviene encarar cuanto antes.

Hace poco más de diez años que la Argentina tiene dos grandes déficits, fiscal y externo. Un sector público que necesita más pesos de los que recauda para funcionar y una economía que demanda más dólares de los que genera. Estos dos problemas se retroalimentan mutuamente. Por ejemplo, el rojo del sector público se cubre con emisión, algo que más temprano que tarde termina devaluando a nuestra moneda y alentando el ahorro en divisas, o con más impuestos, lo que deteriora la competitividad del sector privado, complicando su inserción internacional vía exportaciones y reduciendo el superávit de cuenta corriente.

Por su parte, el rojo externo suele motivar el endeudamiento en dólares del sector público, tal como pasó en 2016 y 2017, aumentando el riesgo de descalce de moneda del Tesoro Nacional -ingresos en pesos y compromisos en moneda extranjera, que se encarece después de las devaluaciones-. A la vez, las recurrentes crisis que provocan los estrangulamientos externos golpean al sector privado, achicando el nivel de actividad y la recaudación potencial del Palacio de Hacienda.

En consecuencia, aunque estas dos variables podrían parecer independientes a priori y resolubles “por partes”, tienen que corregirse de manera simultánea. En una lectura rápida, esto podría dar la idea de agravar la crisis y complicar la situación. Sin embargo, también puede hacerse del defecto virtud y aprovechar estas conexiones para solucionar ambos problemas.

El acuerdo con el FMI exigirá corregir los desequilibrios de las cuentas públicas. El desarme -progresivo- del cepo obligará a achicar la brecha entre la oferta y la demanda de dólares de nuestra economía; de lo contrario, la normalización del mercado cambiario solo se logrará mediante un nuevo salto devaluatorio, tanto o más relevante que los de 2018 y 2019.

En el corto plazo, hay una salida que permitiría equilibrar el déficit externo de manera paulatina, siempre que haya un sendero creíble y consistente de corrección fiscal: la llegada de inversiones, productivas y financieras. Dado que las exportaciones no pueden crecer a la velocidad que nuestros desequilibrios necesitan, en tanto que nuestras urgencias no son las del resto del mundo, la entrada de dólares por la cuenta capital podría salvar este descalce de tiempos, más no sea de manera transitoria y parcial.

En la primera mitad de la gestión Cambiemos se intentó algo de esto. Sin embargo, la velocidad del endeudamiento fue inconsistente con la tasa de reducción del déficit fiscal, a la vez que la desregulación total a la entrada y salida de las inversiones financieras facilitó primero el sobre-ingreso de capitales especulativos de corto plazo y su desarme después. Peor aún, en lugar de abordar a este período de endeudamiento externo como transitorio, y aprovechar el tiempo que daba para mejorar la capacidad de generación de divisas genuinas, es decir, la competitividad del sector productivo y su capacidad exportadora, se lo trató como permanente, atrasando al tipo de cambio y recostándose en la idea de que la confianza era tan eterna como espontánea.

En 2015, la economía argentina tenía un solo activo relevante, el bajo nivel de endeudamiento externo, y muchos desequilibrios por corregir: atrasos de precios relativos, cepo y rojo fiscal, entre otros. En 2019, por el contrario, el nivel de endeudamiento externo era un problema urgente, pero los pasivos de cuatro años atrás estaban en vías de corregirse -a excepción del cepo, que había vuelto en septiembre de 2019, luego del salto cambiario pos-PASO y un apetito dolarizador que parecía no tener techo.

En 2021, el nivel de endeudamiento externo sigue siendo un problema, menos urgente por la reestructuración de la deuda con privados y el posible acuerdo con el FMI, pero igual de relevante. A la vez, los puntos fuertes de 2019 desaparecieron, en parte producto de la pandemia y las políticas que motivó. La ausencia de activos es un problema, dado que reduce las chances de recostarse sobre una variable y aprovecharla para suavizar los costos de las correcciones. No obstante, y por la misma razón, nos obligará a llevar adelante las correcciones: ya no hay sobre qué recostarse, ni herencia que explotar.

Corregir las dos brechas, de manera simultánea y sostenible, sin generar nuevas recesiones ni transferencias de ingresos de pobres a ricos es el desafío. La velocidad de los ajustes y su consistencia recíproca, más allá de cuál sea esta velocidad, la clave del éxito. Parece fácil de decirlo, tanto como difícil de lograrlo. La cuenta regresiva ya empezó. Ojalá esta vez sepamos frenar el reloj a tiempo.

 

La presente nota fue publicada en el diario elDiarioAR el 22/08/2021.

El fin del cepo, o cómo dejar de pensar en el corto plazo y enfocarse en el largo

A lo largo de nuestra historia, la demanda de dólares excedió larga y sistemáticamente a su oferta. Los argentinos necesitamos más dólares para importar, viajar al exterior, ahorrar y pagar deudas de los que generamos con nuestras exportaciones y las inversiones, productivas o financieras, que llegan al país. Por este motivo, el mercado cambiario suele estar desequilibrado y existen dos soluciones posibles: ajustar por precios o cantidades.

La primera salida es la tradicional y la más eficiente, al menos desde su definición económica. La devaluación permite que accedan a las divisas quienes, supuestamente, más las desean o capacidad de compra tienen y, por lo tanto, mayor precio están dispuestos a pagar por ellas. Sin embargo, el precio del dólar no es uno más en nuestra economía, y su aumento acelera la inflación y golpea al poder adquisitivo, atacando al nivel de actividad. En consecuencia, la salida devaluatoria no siempre es la más eficiente, en este caso desde su acepción corriente.

El segundo mecanismo de ajuste es el cepo: en lugar de equilibrar por precios, el equilibrio se alcanza por cantidades. El Estado regula cuántos dólares puede comprar cada persona y cada empresa, priorizando la equidad por sobre la eficiencia, al menos en el corto plazo. Como resultado, la aceleración inmediata de la inflación es menor, de modo que la caída del salario real y del consumo también deberían serlo.

No obstante, esta decisión no es gratuita, sino que está plagada de costos. El principal, que genera un mercado cambiario paralelo -contado con liquidación, dólar MEP, blue, entre otros-, a donde va parte de la demanda reprimida. Aparecen entonces la brecha y las distorsiones, un solo bien que tiene muchos precios. En este marco, desde el momento en que se pone un cepo, el gobierno debería pensar en cómo hacer para sacarlo y normalizar la situación, de qué forma corregir los problemas que se generan. No es lo que está pasando hoy.

Esta discusión parece teórica y abstracta; sin embargo, creo que es un debate fundamental para los próximos meses e incluso años. A partir de 2022, el FMI reingresará a la economía argentina y el equipo económico deberá discutir sus decisiones, por lo menos las trascendentales, con su principal acreedor. En consecuencia, algunas políticas quedarán vedadas, a la par que otras ganarán relevancia y probabilidad de ocurrencia. Concretamente, aquellas decisiones que priorizan el corto plazo quedarán relegadas en relación con las que ponderan el largo. En este escenario, el desarme del control de cambios -en un tiempo prudente y de manera paulatina- será una realidad.

A grandes rasgos, la economía argentina no necesita una devaluación hoy, y es probable que tampoco lo haga a fin de año. El dólar oficial está en línea con sus valores históricos -más allá de la suba de impuestos y la mayor brecha de productividad internacional de los últimos años que redujeron nuestra competitividad precio-, a la vez que exportamos más bienes y servicios de los que importamos, en un contexto de precios de commodities inusualmente altos y demanda interna inusualmente baja, es verdad. En otro orden, un salto del tipo de cambio cortaría con el incipiente proceso de recuperación que veremos en el segundo semestre, en tanto que re-aceleraría la inflación. Por ende, una devaluación agravaría nuestros problemas en lugar de solucionarlos.

Ahora bien, más allá de estos argumentos, lo cierto es que hay una demanda de dólares reprimida que es necesario corregir: no se puede tapar el sol con las manos, ni tranquilizar al mercado cambiario con un cepo, al menos para siempre. En este marco, corresponderá ordenar el esquema macroeconómico, dejando de tener a los próximos meses como horizonte y poniendo a los próximos años como objetivo. Un sendero fiscal consistente y una tasa de interés que esté por encima de la devaluación y la inflación esperada, por ejemplo, tienen que dejar de ser proyectos irrealizables o utopías para convertirse en realidades y metas tan concretas como inmediatas. Desarmar completamente el cepo en el corto plazo es una mala idea, casi tan mala como usar el esquema de control de cambios para atrasar al dólar en lugar de hacerlo para solucionar los principales desequilibrios y poder levantarlo sin una devaluación tan relevante.

Nuestra escasez crónica de divisas es un problema estructural de larga data. El cepo es una “solución” coyuntural y de corto alcance, que puede evitar una aceleración inmediata de la inflación, pero con demasiados costos. Durante la campaña de 2019 -en agosto, después de las PASO, pero antes de que se reimpusieran los controles cambiarios en septiembre-, Alberto Fernández dijo que el cepo era como “poner una piedra en una puerta giratoria, ya que nadie sale, pero tampoco nadie entra”. Si sacamos la piedra hoy, van a haber muchas personas dispuestas a salir que a entrar, agravando los problemas. El desafío, entonces, es generar las condiciones para revertir esta situación: ir hacia un esquema que aliente la producción y la inversión, sin que genere una transferencia de ingresos de pobres a ricos en el camino. No es fácil, y el resultado exitoso ni siquiera está garantizado; no obstante, atrasando al dólar y teniendo salidas coyunturales para problemas estructurales es el camino opuesto.

 

La presente nota fue publicada en el diario elDiarioAR el 08/08/2021.

La Argentina dual: corazón de clase media, bolsillo de clase baja

En todos los ámbitos, la pandemia, más que crear tendencias, aceleró y profundizó las que ya estaban delineadas. Ahora que podemos apreciar y dimensionar los acontecimientos con mayor precisión, esta conclusión resulta evidente. Del mismo modo que no es una sorpresa la velocidad exponencial con la que se integraron el mundo físico y el digital en una única fuente de sentido y realidad, tampoco debería serlo que la nueva configuración social de la Argentina ahora esté a la vista de todos.

Su carácter bifronte se viene gestando desde hace años. La pandemia más la extensa cuarentena lo único que hicieron fue cristalizarlo.

Como todo ser dual, es complejo de definir y de predecir. Sus conductas resultan paradójicas, erráticas, en apariencia contradictorias. No encajan dentro de las características clásicas del juicio y del prejuicio. Y es justamente por ello que pueden conducir a errores de interpretación.

A un extremo de la grieta se preguntan: ¿cómo es posible que un laburante vote a la derecha?, sin llegar a comprender que para ese trabajador no se trata de derecha o izquierda. Del otro lado sucede lo mismo, solo que en sentido inverso. ¿Cómo se explica que un profesional formado, educado, con acceso a una vida confortable pueda adherir a propuestas que a la larga pueden terminar atentando contra su propio confort?

Parafraseando a Pascal, ¿de qué manera ese corazón de clase media tiene razones que la razón no comprende? Interrogando desde el otro lado del fenómeno cabe recordar a Juan Carlos Pugliese, aquel ministro de Economía de Alfonsín que asumió en plena hiperinflación de 1989 y dejó para la historia una frase arquetípicamente argentina: “Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.

El problema de la hibridez es que siempre se torna complejo dilucidar la proporción de carga genética de cada una de las partes. ¿Qué pesa más, el corazón de clase media o el bolsillo de clase baja? ¿El acervo cultural y la carga de valores o los apremios de la economía cotidiana? ¿Cómo se influencian mutuamente lo uno con lo otro? ¿Hasta dónde el problema son las siempre ascendentes expectativas de la clase media, que por lógica no hay bolsillo que pueda satisfacer? ¿Es la clase media una construcción simbólica e identitaria que siempre se corre el arco a sí misma y por eso “nunca llega”? ¿O en realidad estamos asistiendo a un proceso de degradación en cámara lenta donde nos encontramos pidiendo siempre lo mismo en un espiral descendente?

Por ser un espiral no llegamos a percibir que aunque el requerimiento sea el mismo, en cada ocasión lo hacemos desde un escalón más abajo y eso nos aleja más y más del objeto de deseo.

¿Tiene la sociedad argentina, por su configuración dual, una insatisfacción crónica, o en realidad la velocidad del deterioro es superior a la de readecuación de sus demandas?

En pocas palabras: ¿siempre queremos más de lo que podemos o a pesar de querer cada vez menos no llegamos ya ni siquiera a eso?

Números para el análisis
Si le ponemos números al análisis, tal vez quede más claro el dilema.

Entre 2012 y 2020, la economía de la Argentina cayó 13%, la inflación fue del 1438% y el desempleo subió 3,5 puntos porcentuales.

A pesar de haber caído 7 puntos, como lo demuestra el estudio publicado recientemente por el Banco Mundial, la clase media sigue abarcando en nuestro país al 45% de las familias. Y si lo vinculamos ya no con lo fáctico, sino con el imaginario, lo que expresa la clase media continúa siendo atractivo para 3 de cada 4 argentinos. Tanto nuestros estudios como los del Observatorio de Psicología Social de la UBA lo confirman. El 75% de la población se autopercibe integrando este gran colectivo social.

El punto hoy es cómo se articulan el componente simbólico con la realidad constante y sonante de la economía cotidiana. Corazón y bolsillo.

Al cierre del cuarto trimestre de 2020, para considerarse como parte de la clase media alta, una familia de la Argentina tenía que tener ingresos mensuales totales “piso” de $120.000 y “techo” de $250.000. El promedio, $150.000. Con esos valores se pertenecía al 17% de la familias que en la pirámide social se ubican en el segundo escalón, inmediatamente debajo de la clase alta. A la cotización del dólar blue del cierre del año, esos valores eran: US$720 piso, US$1500 techo, y US$900 promedio.

Si nos detenemos a analizar el otro segmento que integra la clase media, que es la clase media baja, mucho más frágil y vulnerable, la situación resulta más apremiante. El piso de ingresos era $60.000, el techo $120.000 y el promedio, $75.000. Llevado a dólares blue, US$360, US$720 y US$450 respectivamente.

La conversión de los ingresos familiares de la clase media a dólares está lejos de ser trivial. Responde a que justamente sus expectativas de consumo están vinculadas en gran medida con bienes icónicos que tienen “dólares adentro”. Simplificando, y a riesgo de ser demasiado lineales, para la clase media alta, el viaje, el auto, la tecnología y la ropa. Para la clase media baja, el celular, la computadora y las zapatillas.

Podrá decirse, con razón, que esos bienes, en el caso de ser importados o tener componentes que llegan del exterior, entran al país a dólar oficial, lo cual es cierto. Pero no puede desconocerse que en la Argentina lo que sucede con el dólar blue se filtra en todas las cadenas de valor disfrazado de inflación. Al fin de cuentas es lo mismo, o bastante parecido.

El shock de los precios
Es lo que, al “salir de la caverna” en la que hibernaron buena parte del año pasado llevó a los consumidores a shockearse con ciertos precios haciéndose una pregunta simple y casi infantil: ¿qué pasó? ¿Un celular cuesta entre $150.000 y $250.000? ¿Un par de zapatillas, entre $10.000 y $20.000? ¿Un kilo de asado entre $600 y $800? ¿Qué pasó?

Buena parte de la explicación hay que buscarla justamente en el dólar blue. Entramos a la cuarentena con un dólar de $86 y salimos con uno que valía casi el doble.

Si no queremos tomar este parámetro y pasamos a pesos, basta registrar que hoy la inflación interanual es del 50%, según la medición del Indec de junio. Por donde se lo que quiera mirar el problema es similar. El poder adquisitivo de los hogares argentinos se redujo 8% en promedio durante el primer trimestre de 2021. Medido en pesos, considerando ingresos de los hogares e inflación publicados también por las estadísticas oficiales. Y medido en dólares blue, la caída fue del 19%, con un dólar “contenido”.

La Argentina dual le está encontrando sus propias respuestas al dilema. Son de orden práctico más que filosófico.

Se consolidan patrones de consumo más sajones que latinos. Prima la sensatez, la austeridad y la conveniencia. Lo que antes se escondía ahora se socializa. La cultura low cost gana cada vez más adeptos. Crecen los outlets, los mayoristas, las ferias, los showrooms, las segundas marcas y, por supuesto, el comercio electrónico, propio de la nueva era donde físico y digital ya son una única cosa.

Otro símbolo de la época es que muchos consumidores ya no hablan tanto de segundas marcas, sino de “primeras marcas desconocidas”, sutileza que busca calmar a ese corazón de clase media que se inquieta cuando siente que su bolsillo ahora es de clase baja. Al menos para su percepción y sus expectativas.

¿De qué manera esta dualidad que se venía gestando, pero que ahora se transparentó y quedó expuesta, reconfigurará la narrativa de nuestra identidad nacional? ¿Será aceptada con resignación o, por el contrario, provocará enojo? ¿Se procesará el dolor que produce un movimiento descendente de este calibre o se manifestará en el decir y el hacer de los ciudadanos?

Interrogantes que se abren ahora que todo está a la vista.

 

La presente nota fue publicada en el diario LaNación el 26/07/2021.

Dólar, elecciones y después: la pelota está en el Fondo

Las devaluaciones pos-electorales son una casualidad recurrente en nuestro país. Por distintos motivos y con distintos resultados, el dólar saltó después de las cuatro elecciones que tuvieron lugar entre 2013 y 2019. Previendo este escenario, en las últimas semanas reaparecieron las tensiones. Aunque el tipo de cambio oficial siguió moviéndose lentamente en julio (subió menos de 0,7% en las primeras tres semanas), el dólar blue saltó más de 10% y la brecha pasó de la zona del 75% a la del 90%. A la vez, preocupado por estas presiones, el Banco Central endureció los controles sobre los tipos de cambio financieros a comienzos de mes, impidiendo una suba mayor.

Ahora bien, la historia no es lineal y esta vez será diferente, afirman desde el Gobierno. ¿Qué razones hay para pensar que podría serlo? ¿Por qué no, qué tienen en mente los que proyectan una devaluación? Contraponer los distintos argumentos nos permitirá entender un poco más a ambas partes y precisar el panorama, para así intentar llegar a una conclusión.

La primera variable que suele analizarse en estos casos es la competitividad. Cuando el dólar está barato, la industria tiene problemas para operar, ya que sus costos se ubican por encima de los de otros países, de modo que las importaciones se abaratan relativamente y un ajuste cambiario ayuda a nivelar las cosas. A precios de hoy, el tipo de cambio oficial estaba a 65 pesos antes de las devaluaciones de 2013, 2015 y 2017. No pareciera entonces haber razones para un salto por este lado.

Por otra parte, los movimientos cambiarios suelen acelerar la inflación, golpeando al poder adquisitivo y afectando al consumo y al nivel de actividad. Después de un arranque muy complejo en la materia, la suba de precios pareciera haber empezado a bajar en los últimos meses, acercándose a la zona del 3% mensual. En la misma línea, reapertura de paritarias mediante, los salarios formales se aprestan a tener su mejor semestre desde 2017. Esta recuperación fortalecería al nivel de actividad, que también mejoraría en los próximos meses. Un salto cambiario borraría todos estos avances, argumentando a favor de la estabilidad pos-electoral.

Las razones no son sólo de tasas: también son de niveles. Mientras que en las devaluaciones comparadas la inflación acumulaba poco menos de 30% en los últimos doce meses, en la actualidad está por encima del 50%. A la vez, los salarios formales eran un 20% más altos que en 2021, en tanto que el nivel de actividad estaba, en promedio, casi un 10% por encima de la actualidad. Otra vez, motivos para no ajustar el tipo de cambio después de noviembre.

En otro orden, sobresale que las reservas netas casi se duplicaron en el primer semestre, acercándose a los U$S 8.500 millones. Mejor aún, el ingreso de divisas que reportará la aplicación de Derechos Especiales de Giro que realizará el FMI en agosto traerá U$S 4.500 millones más, devolviendo a este stock fundamental a los niveles pre-pandemia. Sin embargo, a pesar de estos avances, esta variable sigue un 40% por debajo del promedio 2011-2019, marcando que el poder de fuego para contener al dólar es limitado. Y acá el panorama empieza a cambiar.

Entre septiembre y diciembre, hay vencimientos de capital por casi U$S 5.000 millones con el FMI, que sin un acuerdo tendrían que cancelarse con reservas. Además, es probable que el Banco Central intervenga en el mercado de cambios oficial y paralelo en los próximos meses, en pos de contener las tensiones pre-electorales, debilitando todavía más a este stock. En respuesta, esta variable terminaría el año cerca de los U$S 5.000 millones, un valor crítico.

Reforzando el argumento devaluatorio, aparece el calendario de vencimientos con el Fondo: en 2022 hay que compromisos por casi U$S 20.000 millones, es decir, más del doble de las reservas netas actuales. El acuerdo, entonces, parece inevitable. Mirando lo que pasó en 2018, podríamos pensar que el organismo multilateral exigirá menores intervenciones del Banco Central en el mercado de cambios a cambio de su firma, sinónimo de una devaluación, tal como lo hizo en 2018.

Sin embargo, en abril de 2019 el FMI flexibilizó esta postura, permitiendo algunas intervenciones. A la vez, la pandemia y el cambio de autoridades parecieran haberle hecho rever algunas posiciones al Fondo, volviéndolo un poco más pro-regulaciones. Aunque este organismo sigue siendo un enemigo del cepo y los esquemas de restricciones, es posible que exija un desarme paulatino de estos, no inmediato como hubiera demandado algún tiempo atrás. Del otro lado, los vencimientos “fuertes” con los acreedores privados recién arrancan en 2024, de modo que hay oxígeno por este lado.

La dinámica de la inflación y del nivel de actividad juegan a favor de la estabilidad cambiaria después de las elecciones. A la vez, a pesar de las subas de impuestos y aumento de la brecha de productividad de los últimos años, la competitividad tampoco exige una devaluación. Al mirar las reservas netas y los vencimientos de deuda, la situación cambia, y la demanda de dólares empieza a sobrepasar a su oferta. La pelota está en el Fondo: habrá que ver si decide salir jugando, lentamente, o la revienta para arriba.

 

La presente nota fue publicada en el diario ElDiarioAR el 25/07/2021.

Más salario, más actividad y más inflación: el nuevo equilibrio del Gobierno

Hace varios años que la economía argentina enfrenta dos grandes problemas: una actividad que no crece y una inflación que no baja. Más allá de cuáles sean las causas, por qué pasa esto y cómo podría mejorarse, estas son las formas de manifestación.

A principios de año, el Gobierno parecía enfocarse en el segundo de los desafíos. Confiado en que la demanda se recuperaría luego de un año de pandemia y esperanzado por el buen cierre del 2020, el Poder Ejecutivo priorizó desacelerar la suba de precios por sobre impulsar la recuperación de las variables reales. En este esquema se entienden el cierre de paritarias en sintonía con el 29% objetivo de inflación anual del Presupuesto y la moderación fiscal de la primera parte del año.

Sin embargo, las cosas no salieron tal como lo previsto. La inflación fue mucho mayor a la esperada, en tanto el rebote de la actividad fue revirtiéndose conforme pasaban los meses. Preocupado por esta situación, el equipo económico cambió su orden de prelación: para el segundo semestre, buscará impulsar la demanda, aun cuando esto implique convalidar una mayor inflación. Si bien este cambio podía intuirse, el giro quedó claro con el reciente impulso a la reapertura de paritarias. Con este anuncio, se explicitó el nuevo equilibrio apuntado desde el Gobierno: mayores salarios en busca de un mayor consumo, pero al costo de una mayor inflación.

Entre 2018 y 2020, el poder adquisitivo de los trabajadores registrados cayó más de 20%. En la primera mitad de 2021, esta variable habría caído otro 1,5%, acumulando 22% de retroceso en los últimos 36 meses. Considerando que 3 de cada 4 pesos que nuestro PBI se explican por el consumo, la relación entre el salario real y el nivel de actividad es fundamental. Por lo tanto, su recuperación es condición necesaria para que las ventas mejoren en la segunda parte del año, y de ahí la temprana reapertura de las negociaciones colectivas.

Además del salario, el nivel de empleo es la otra variable determinante para explicar la dinámica del consumo. En 2020, pandemia y cuarentena mediante, se destruyeron 1 de cada 10 puestos de trabajo en nuestro país. Aunque en 2021 no se recuperaría todo lo perdido, sí habría un rebote importante de este indicador, concentrado en la segunda mitad del año. Por lo tanto, la economía también tendría un impulso por esta vía.

A la vez, la actividad tendría otros tres motores adicionales. En primer lugar, el gasto público aumentaría en los próximos meses, alentado por el buen resultado del primer semestre y por las elecciones que se acercan. Por su parte, el proceso de vacunación contra el Coronavirus pareciera avanzar cada vez más rápido, permitiendo relajar las restricciones a la oferta y fortalecer la demanda. Por último, la economía brasileña está mejorando sistemáticamente sus proyecciones de crecimiento, traccionando así sus importaciones, o sea, nuestras exportaciones. Resultado de estos factores, la producción tendría una buena segunda mitad del año, y la realidad se acomodaría un poco más a lo que quiere el oficialismo.

Ahora bien, no todo será color de rosas. Si bien el dólar oficial seguiría avanzando muy lentamente en los próximos meses -al menos, hasta noviembre- y las tarifas de servicios públicos harían lo propio, la reapertura de paritarias tendrá un efecto sobre el nivel general de precios. Según el último Relevamiento de Expectativas de Mercado del Banco Central, la inflación pasaría de un promedio de 4% mensual entre enero y junio a otro de 2,8% entre julio y diciembre. En términos anualizados, esto implicaría pasar de una inflación del 60% a otra del 40%. Por lo tanto, aunque la suba de precios bajaría en el corto plazo, seguiría en niveles muy elevados, tan incompatibles con el normal funcionamiento de la economía como lejos de los objetivos oficiales.

Considerando el mal arranque del año en materia de precios, el Gobierno está intentando hacer del defecto virtud y aprovechar el envión inflacionario para reabrir paritarias y lograr que el poder adquisitivo tenga su mejor semestre desde 2017 -comparado contra el pasado reciente, no en valores absolutos donde seguirá por debajo incluso de 2019-. De esta manera, el consumo podría recuperarse y la economía real también tendría su mejor momento de los últimos años. Las elecciones traen buena suerte.

No obstante, porque es difícil cerrar una nota sobre economía argentina de manera optimista, vale decir que esta recuperación se volvería insostenible por su propio peso. Con más inflación, el atraso cambiario y tarifario, que entre otras cosas serán fundamentales para explicar la recuperación de salario real, se volverán más difíciles de sostener. En este marco, habría que corregirlos, como máximo, a comienzo del 2022 -casualmente, cuando llegará el acuerdo con el FMI-. Por lo tanto, si no hay mal que dure cien años, tampoco hay alegría que dure seis meses. Al menos por ahora.

 

La presente nota fue publicada en el diario ElDiarioAR el 11/07/2021.

Anestesia, túnel y salida, las tres etapas de 2021

Los datos carentes de contextualización pueden desorientar el pensamiento. La big data fascina y, al mismo tiempo, encandila. ¿Por qué si la economía de la Argentina tuvo un extraordinario e histórico crecimiento del 28% en abril no hay ningún tipo de algarabía en la calle? ¿Cómo se explica que en simultáneo el Índice de Confianza de los Consumidores haya estado desde hace 3 meses con valores de 34/35 puntos en la zona de mínimos históricos (2018/2019, 2014, 2001/2002)? Eso indica claramente retracción y temor a gastar. ¿La sociedad no está viendo lo que ocurre o, por el contrario, lo que sucede no llega a modificar sus percepciones? Para la subjetividad propia de la condición humana, realidad es igual a percepción.

La pregunta que hoy gana agenda es: ¿vamos bien o vamos mal? Y su correlato político: ¿de qué modo impactaría una potencial mejora del consumo, si la hubiera, en el proceso electoral?

Leer e interpretar los números de 2021 es intrincado, engorroso y hasta engañoso. Comparan contra 2020, un año en el que la pandemia más la cuarentena desarticularon por completo la vida y, por ende, “patearon el tablero” del consumo. Todas las conductas se alteraron. La economía cotidiana “enloqueció” como nunca lo había hecho antes. Ni siquiera en 2002.

No se puede entender este año sin comprender profundamente el anterior. Son indisociables. Acorde con la conceptualización de Sil Almada, la directora de Almatrends, nuestro Lab de tendencias, conforman un “unitiempo”. Es decir, un período único que se enmarca en la lógica del “hábitat viral”. En el marco de ese ecosistema se rompió la dimensión temporal. Ahora hay que analizar el devenir dentro de ese gran “todo”, donde el que pone el ritmo es el virus. En consecuencia, la dinámica de los acontecimientos es mutante, una característica saliente del ente que la rige.

Cuando el 14 de junio el gobierno inglés decidió postergar por un mes la etapa final del desconfinamiento –discotecas, recitales, grandes eventos y el fin del teletrabajo– prevista para el 21 de junio y postergada para el 19 de julio, quien fuera entonces el ministro de Salud, Matt Hancock, dijo en conferencia de prensa: “Es que eso estaba escrito en lápiz”. Cosa que nadie sabía, por supuesto. La primera lectura sería que “el lápiz”, como siempre, lo tiene el Estado. La segunda, más preocupante, pero quizá más realista, que ahora ni siquiera eso. El lápiz lo tiene el virus. En este caso, la variante delta. Potencialmente, cualquier otra. Virus es una palabra que proviene del latín, cuyo significado original lo dice todo: “veneno”.

Si el dueño del tiempo ahora es el virus, podemos organizar el año en tres grandes etapas a fin de intentar responder las preguntas que nos inquietan.

La primera etapa fue “la anestesia”. En el marco del “unitiempo”, el calendario tradicional ya no corre, por lo que definimos su extensión desde septiembre de 2020 hasta la Semana Santa de 2021. Fue en ese interregno cuando pudimos “hacernos trampa al solitario” y sanamente olvidarnos un poco de la pandemia. El clima ayudó mucho. Nos tentó para salir de “la caverna digital”. Primero temerosos y luego un poco más audaces, fuimos abriendo la puerta del “hogar búnker”. El verano tuvo un sabor “agridulce”. Mejor que el amargo invierno, lejos de las temporadas que añoramos. El riesgo estaba ahí y lo sabíamos. Decidimos convivir con él para poder vivir. Al menos de a ratos. El efecto anestesia funcionó. Haber llegado hasta ahí después de “la paliza emocional” no era poco.

Restaurantes, bares, cervecerías, gimnasios, shoppings, comercios a la calle, peluquerías, profesionales independientes, trabajadores de oficios varios, líneas aéreas y hoteles, entre tantos otros, tuvieron un respiro. Nadie podía devolverles lo perdido, pero al menos los dejaban “volver a la cancha” y “dar la pelea”.

La ilusión acordada de modo implícito por el inconsciente colectivo se diluyó el lunes 5 de abril. Desde entonces comenzó la segunda etapa. Volvieron las restricciones. Entramos al temido “túnel”. Ahí estamos hoy, caminando como podemos entre el hastío, la decepción y el pesimismo. Con idas y venidas, con cierres y aperturas. En cierto punto desconcertados, mareados, incapaces de planificar algo, sin poder imaginar el futuro. ¿Hasta qué hora se puede lo que se puede y está abierto lo que está abierto?

Las restricciones son sustantivamente menos que las del año pasado. Es obvio que los parámetros epidemiológicos se modificaron de modo abrupto. El aprendizaje del poder, la demanda social y el año electoral confluyeron y provocaron ese giro brusco.

El mundo nos muestra que un día saldremos del túnel. Basta prender la TV y ver los partidos de la Eurocopa con público o la cancha llena de Wimbledon para verificar la presunción de que el deporte de élite sin público es poco más que un videojuego y, en simultáneo, renovar la ilusión.

La tercera etapa existe. Es “la salida”. Esto ya de por sí es un dato que nutre la esperanza. ¿Cuándo llegaremos a ella? Difícil precisarlo hoy. Es de prever que, como está ocurriendo en Europa y en los Estados Unidos, eso dependa de la articulación de dos factores primordiales: el primero es el clima –variable no controlable, pero previsible– y el segundo, la vacunación –variable controlable, pero expuesta a múltiples complejidades y no tan previsible–.

Siendo así, debería suceder en algún momento entre la primavera y el verano. Lo que estamos aprendiendo en tiempo real es que eso no significa “contagios cero”, sino un virus bajo cierto control, lo que, por cierto, es diferente. El riesgo de avances y retrocesos existe. Insisto: la dinámica es mutante porque depende de un agente que muta. Al menos hasta que no esté el grueso de la población global vacunada con dos dosis y, acorde con las últimas investigaciones científicas, quizá tres.

¿Por qué el crecimiento del 28% de la economía en abril no provocó euforia? Porque compara con una caída del 26% en el mismo mes del año pasado. Y además porque la economía no crece desde enero. Conclusión: ese dato tan alentador, en la mirada y en los sentimientos de la gente, no cambió demasiado.

¿Vamos bien o vamos mal? Esa será la disputa semántica mientras transitamos el túnel y nos vamos acercando tanto a la salida como al proceso electoral. Por tomar solo un caso, la venta de autos creció en el primer semestre de 2020 un 37%. Lo que en otras circunstancias sería todo un suceso, en las actuales es apenas una mueca que simula alegría. Las concesionarias lograrían vender en todo el año unos 400.000 vehículos. Eso es más que los 343.000 del año pasado, pero menos que los 460.000 de 2019 y mucho menos que los 955.000 de 2013 o los 900.000 de 2017. Mejor no es lo mismo que bien.

En su libro Sistemas de identidad, el diseñador argentino Carlos Carpintero afirma: “No se puede hablar de comunicación sin hablar de lucha por el sentido. La comunicación tiene por norma, antes que el entendimiento y la reunión, la tensión y la paradoja. Comunicación humana es el nombre de una acción realizada por distintos protagonistas, donde no hay soberanos del sentido. Porque justamente el sentido es lo que estos actores se disputan”.

Mientras avanzan en la oscuridad, las personas estarán expuestas a una torre de Babel de la que brotará una cacofonía de discursos y discusiones, donde los datos serán leídos del derecho y del revés. Todos batallarán por el sentido procurando convencer a los ciudadanos. El modo en que lograrán modificar sus percepciones y, por ende, su “realidad” lo sabremos solo “el día de la verdad”.

Es inútil pretender extrapolar de manera lineal el pasado. Tal vez algunos patrones se repitan. Tal vez no. Esto no se parece a nada.

La presente nota fue publicada en el diario La Nación el 05/07/2021.

Dólar oficial y devaluación: estabilidad en el segundo semestre, ¿y después?

Podríamos pensar en un nuevo esquema de dólar que se abarata y que es sostenible. Sin embargo, y como siempre en la Argentina, esto no está tan claro.

En la primera mitad del año, el dólar oficial subió 14%, poco más de la mitad de una inflación que habría acumulado cerca de 25%. Por su parte, el contado con liquidación avanzó 18%, también muy por debajo de los precios. De esta forma, se observa que el peso se fortaleció en el arranque de 2021.

Esta dinámica estuvo acompañada por la compra de u$s 6.400 millones por parte del Banco Central en el mercado, que se tradujo en un salto del 60% de las Reservas netas. Como resultado, esta variable clave cerró junio en la zona de u$s 8.000 millones. Sumando que parte de la pérdida de competitividad que traen las apreciaciones cambiarias se relajó por el fortalecimiento de las monedas emergentes y la inflación de Estados Unidos, podríamos pensar que este nuevo esquema de dólar que se abarata es sostenible.

Sin embargo, y como siempre en la Argentina, esto no está tan claro. Analizar los argumentos de uno y otro lado nos permitirá proyectar qué podría pasar en el mercado cambiario en el segundo semestre, electoral, y también en el mediano plazo.

En primer lugar, vale decir que el tipo de cambio real no muestra grandes señales de atraso. Por el contrario, después de las devaluaciones de 2018 y 2019, y de un 2020 donde el dólar siguió a la inflación, no hay mayores problemas por este lado. A modo de ejemplo, el dólar está un 50% más caro que a la salida de la Convertibilidad y un 10% por encima del promedio histórico. Si bien en los últimos años aumentaron los impuestos en nuestro país y se agrandó nuestra brecha de productividad con el resto del mundo, encareciendo a nuestra producción en términos relativos, no hay razones que fuercen una corrección por este punto en el futuro inmediato.

No obstante, no es solo una cuestión de precios. Por caso, las Reservas netas se ubican 60% por debajo del promedio 2011-2019, marcando la debilidad de este stock fundamental. A la vez, vale decir que la mejora del poder de fuego del primer semestre estuvo muy vinculada a la salida de la cosecha gruesa en un contexto de precios récord de commodities, algo que no se repetirá en esta segunda parte del año por razones estacionales, y al endurecimiento del control de cambios para las importaciones de bienes, algo que tiene impacto en la inflación y el abastecimiento y que podría relajarse cerca de las elecciones -o, mejor dicho, que podría complicarse si se lograse la recuperación del nivel de actividad que tanto espera el gobierno, dado que esta demandará mayores importaciones-.

En otro orden, la prudencia fiscal del primer semestre podría romperse en los próximos meses. Entre enero y junio, la asistencia del Banco Central al Tesoro estuvo en niveles muy similares a los de 2018, a la par que estuvo por debajo de 2016 y 2017. Sin embargo, pareciera que en la segunda mitad del año esta dinámica se revertiría: votos mediante, el Palacio de Hacienda se prepara para un segundo semestre “más gastador”, a la par que los vencimientos de deuda en pesos del Tesoro tendrán un julio-agosto muy exigente. En consecuencia, la liquidez podría volver a aumentar en el corto plazo, pudiéndose ir al dólar si no encontrase un destino atractivo en pesos.

Más allá de estos argumentos, que podrían traer dolores de cabeza en las próximas semanas, el dólar oficial seguiría calmo en los próximos meses. Por un lado, porque el Banco Central elegiría vender las Reservas que acumuló en la primera mitad del año antes que devaluar en la previa electoral. Por el otro, porque la autoridad monetaria endurecería el cepo antes de ajustar al tipo de cambio por precios, tal como marcó la experiencia de 2020.

Sin embargo, en el mediano plazo esta “calma” se hundiría por su propio peso. Una pérdida de Reservas acelerada durante la segunda parte del año, más vencimientos de deuda que se disparan en 2022, impedirían estirar este esquema de dólar que se atrasa más allá del cierre de 2021. La reestructuración con el FMI llegaría en el primer trimestre del año que viene y podría traer algunos lineamientos para la política económica de mediano plazo, ¿la reestructuración con el FMI también podría traer una devaluación?.

 

La presente nota fue publicada en el diario El Cronista el 05/07/2021.