Déficit fiscal, déficit externo: la urgencia de hacer virtud de los defectos

La crisis todavía no terminó. El segundo semestre, probablemente, traerá los mejores meses desde 2017: la actividad se recuperará y la inflación bajará. Sin embargo, quedarán muchos desequilibrios pendientes que tendrán que corregirse en los próximos años: una reestructuración con el FMI, un déficit fiscal relevante y el desarme del esquema de control de cambios, más conocido como cepo, son algunos problemas inevitables que la economía argentina tendrá que resolver en el corto plazo.

Lamentablemente, parece difícil salir de estos problemas sin una nueva ronda de aceleración de la inflación y recesión, a lo que podría sumarse otra caída más del poder adquisitivo. Pensar qué políticas podrían minimizar estos golpes, tanto sobre la economía real como sobre los indicadores sociales, es un desafío que conviene encarar cuanto antes.

Hace poco más de diez años que la Argentina tiene dos grandes déficits, fiscal y externo. Un sector público que necesita más pesos de los que recauda para funcionar y una economía que demanda más dólares de los que genera. Estos dos problemas se retroalimentan mutuamente. Por ejemplo, el rojo del sector público se cubre con emisión, algo que más temprano que tarde termina devaluando a nuestra moneda y alentando el ahorro en divisas, o con más impuestos, lo que deteriora la competitividad del sector privado, complicando su inserción internacional vía exportaciones y reduciendo el superávit de cuenta corriente.

Por su parte, el rojo externo suele motivar el endeudamiento en dólares del sector público, tal como pasó en 2016 y 2017, aumentando el riesgo de descalce de moneda del Tesoro Nacional -ingresos en pesos y compromisos en moneda extranjera, que se encarece después de las devaluaciones-. A la vez, las recurrentes crisis que provocan los estrangulamientos externos golpean al sector privado, achicando el nivel de actividad y la recaudación potencial del Palacio de Hacienda.

En consecuencia, aunque estas dos variables podrían parecer independientes a priori y resolubles “por partes”, tienen que corregirse de manera simultánea. En una lectura rápida, esto podría dar la idea de agravar la crisis y complicar la situación. Sin embargo, también puede hacerse del defecto virtud y aprovechar estas conexiones para solucionar ambos problemas.

El acuerdo con el FMI exigirá corregir los desequilibrios de las cuentas públicas. El desarme -progresivo- del cepo obligará a achicar la brecha entre la oferta y la demanda de dólares de nuestra economía; de lo contrario, la normalización del mercado cambiario solo se logrará mediante un nuevo salto devaluatorio, tanto o más relevante que los de 2018 y 2019.

En el corto plazo, hay una salida que permitiría equilibrar el déficit externo de manera paulatina, siempre que haya un sendero creíble y consistente de corrección fiscal: la llegada de inversiones, productivas y financieras. Dado que las exportaciones no pueden crecer a la velocidad que nuestros desequilibrios necesitan, en tanto que nuestras urgencias no son las del resto del mundo, la entrada de dólares por la cuenta capital podría salvar este descalce de tiempos, más no sea de manera transitoria y parcial.

En la primera mitad de la gestión Cambiemos se intentó algo de esto. Sin embargo, la velocidad del endeudamiento fue inconsistente con la tasa de reducción del déficit fiscal, a la vez que la desregulación total a la entrada y salida de las inversiones financieras facilitó primero el sobre-ingreso de capitales especulativos de corto plazo y su desarme después. Peor aún, en lugar de abordar a este período de endeudamiento externo como transitorio, y aprovechar el tiempo que daba para mejorar la capacidad de generación de divisas genuinas, es decir, la competitividad del sector productivo y su capacidad exportadora, se lo trató como permanente, atrasando al tipo de cambio y recostándose en la idea de que la confianza era tan eterna como espontánea.

En 2015, la economía argentina tenía un solo activo relevante, el bajo nivel de endeudamiento externo, y muchos desequilibrios por corregir: atrasos de precios relativos, cepo y rojo fiscal, entre otros. En 2019, por el contrario, el nivel de endeudamiento externo era un problema urgente, pero los pasivos de cuatro años atrás estaban en vías de corregirse -a excepción del cepo, que había vuelto en septiembre de 2019, luego del salto cambiario pos-PASO y un apetito dolarizador que parecía no tener techo.

En 2021, el nivel de endeudamiento externo sigue siendo un problema, menos urgente por la reestructuración de la deuda con privados y el posible acuerdo con el FMI, pero igual de relevante. A la vez, los puntos fuertes de 2019 desaparecieron, en parte producto de la pandemia y las políticas que motivó. La ausencia de activos es un problema, dado que reduce las chances de recostarse sobre una variable y aprovecharla para suavizar los costos de las correcciones. No obstante, y por la misma razón, nos obligará a llevar adelante las correcciones: ya no hay sobre qué recostarse, ni herencia que explotar.

Corregir las dos brechas, de manera simultánea y sostenible, sin generar nuevas recesiones ni transferencias de ingresos de pobres a ricos es el desafío. La velocidad de los ajustes y su consistencia recíproca, más allá de cuál sea esta velocidad, la clave del éxito. Parece fácil de decirlo, tanto como difícil de lograrlo. La cuenta regresiva ya empezó. Ojalá esta vez sepamos frenar el reloj a tiempo.

 

La presente nota fue publicada en el diario elDiarioAR el 22/08/2021.

El fin del cepo, o cómo dejar de pensar en el corto plazo y enfocarse en el largo

A lo largo de nuestra historia, la demanda de dólares excedió larga y sistemáticamente a su oferta. Los argentinos necesitamos más dólares para importar, viajar al exterior, ahorrar y pagar deudas de los que generamos con nuestras exportaciones y las inversiones, productivas o financieras, que llegan al país. Por este motivo, el mercado cambiario suele estar desequilibrado y existen dos soluciones posibles: ajustar por precios o cantidades.

La primera salida es la tradicional y la más eficiente, al menos desde su definición económica. La devaluación permite que accedan a las divisas quienes, supuestamente, más las desean o capacidad de compra tienen y, por lo tanto, mayor precio están dispuestos a pagar por ellas. Sin embargo, el precio del dólar no es uno más en nuestra economía, y su aumento acelera la inflación y golpea al poder adquisitivo, atacando al nivel de actividad. En consecuencia, la salida devaluatoria no siempre es la más eficiente, en este caso desde su acepción corriente.

El segundo mecanismo de ajuste es el cepo: en lugar de equilibrar por precios, el equilibrio se alcanza por cantidades. El Estado regula cuántos dólares puede comprar cada persona y cada empresa, priorizando la equidad por sobre la eficiencia, al menos en el corto plazo. Como resultado, la aceleración inmediata de la inflación es menor, de modo que la caída del salario real y del consumo también deberían serlo.

No obstante, esta decisión no es gratuita, sino que está plagada de costos. El principal, que genera un mercado cambiario paralelo -contado con liquidación, dólar MEP, blue, entre otros-, a donde va parte de la demanda reprimida. Aparecen entonces la brecha y las distorsiones, un solo bien que tiene muchos precios. En este marco, desde el momento en que se pone un cepo, el gobierno debería pensar en cómo hacer para sacarlo y normalizar la situación, de qué forma corregir los problemas que se generan. No es lo que está pasando hoy.

Esta discusión parece teórica y abstracta; sin embargo, creo que es un debate fundamental para los próximos meses e incluso años. A partir de 2022, el FMI reingresará a la economía argentina y el equipo económico deberá discutir sus decisiones, por lo menos las trascendentales, con su principal acreedor. En consecuencia, algunas políticas quedarán vedadas, a la par que otras ganarán relevancia y probabilidad de ocurrencia. Concretamente, aquellas decisiones que priorizan el corto plazo quedarán relegadas en relación con las que ponderan el largo. En este escenario, el desarme del control de cambios -en un tiempo prudente y de manera paulatina- será una realidad.

A grandes rasgos, la economía argentina no necesita una devaluación hoy, y es probable que tampoco lo haga a fin de año. El dólar oficial está en línea con sus valores históricos -más allá de la suba de impuestos y la mayor brecha de productividad internacional de los últimos años que redujeron nuestra competitividad precio-, a la vez que exportamos más bienes y servicios de los que importamos, en un contexto de precios de commodities inusualmente altos y demanda interna inusualmente baja, es verdad. En otro orden, un salto del tipo de cambio cortaría con el incipiente proceso de recuperación que veremos en el segundo semestre, en tanto que re-aceleraría la inflación. Por ende, una devaluación agravaría nuestros problemas en lugar de solucionarlos.

Ahora bien, más allá de estos argumentos, lo cierto es que hay una demanda de dólares reprimida que es necesario corregir: no se puede tapar el sol con las manos, ni tranquilizar al mercado cambiario con un cepo, al menos para siempre. En este marco, corresponderá ordenar el esquema macroeconómico, dejando de tener a los próximos meses como horizonte y poniendo a los próximos años como objetivo. Un sendero fiscal consistente y una tasa de interés que esté por encima de la devaluación y la inflación esperada, por ejemplo, tienen que dejar de ser proyectos irrealizables o utopías para convertirse en realidades y metas tan concretas como inmediatas. Desarmar completamente el cepo en el corto plazo es una mala idea, casi tan mala como usar el esquema de control de cambios para atrasar al dólar en lugar de hacerlo para solucionar los principales desequilibrios y poder levantarlo sin una devaluación tan relevante.

Nuestra escasez crónica de divisas es un problema estructural de larga data. El cepo es una “solución” coyuntural y de corto alcance, que puede evitar una aceleración inmediata de la inflación, pero con demasiados costos. Durante la campaña de 2019 -en agosto, después de las PASO, pero antes de que se reimpusieran los controles cambiarios en septiembre-, Alberto Fernández dijo que el cepo era como “poner una piedra en una puerta giratoria, ya que nadie sale, pero tampoco nadie entra”. Si sacamos la piedra hoy, van a haber muchas personas dispuestas a salir que a entrar, agravando los problemas. El desafío, entonces, es generar las condiciones para revertir esta situación: ir hacia un esquema que aliente la producción y la inversión, sin que genere una transferencia de ingresos de pobres a ricos en el camino. No es fácil, y el resultado exitoso ni siquiera está garantizado; no obstante, atrasando al dólar y teniendo salidas coyunturales para problemas estructurales es el camino opuesto.

 

La presente nota fue publicada en el diario elDiarioAR el 08/08/2021.

La Argentina dual: corazón de clase media, bolsillo de clase baja

En todos los ámbitos, la pandemia, más que crear tendencias, aceleró y profundizó las que ya estaban delineadas. Ahora que podemos apreciar y dimensionar los acontecimientos con mayor precisión, esta conclusión resulta evidente. Del mismo modo que no es una sorpresa la velocidad exponencial con la que se integraron el mundo físico y el digital en una única fuente de sentido y realidad, tampoco debería serlo que la nueva configuración social de la Argentina ahora esté a la vista de todos.

Su carácter bifronte se viene gestando desde hace años. La pandemia más la extensa cuarentena lo único que hicieron fue cristalizarlo.

Como todo ser dual, es complejo de definir y de predecir. Sus conductas resultan paradójicas, erráticas, en apariencia contradictorias. No encajan dentro de las características clásicas del juicio y del prejuicio. Y es justamente por ello que pueden conducir a errores de interpretación.

A un extremo de la grieta se preguntan: ¿cómo es posible que un laburante vote a la derecha?, sin llegar a comprender que para ese trabajador no se trata de derecha o izquierda. Del otro lado sucede lo mismo, solo que en sentido inverso. ¿Cómo se explica que un profesional formado, educado, con acceso a una vida confortable pueda adherir a propuestas que a la larga pueden terminar atentando contra su propio confort?

Parafraseando a Pascal, ¿de qué manera ese corazón de clase media tiene razones que la razón no comprende? Interrogando desde el otro lado del fenómeno cabe recordar a Juan Carlos Pugliese, aquel ministro de Economía de Alfonsín que asumió en plena hiperinflación de 1989 y dejó para la historia una frase arquetípicamente argentina: “Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.

El problema de la hibridez es que siempre se torna complejo dilucidar la proporción de carga genética de cada una de las partes. ¿Qué pesa más, el corazón de clase media o el bolsillo de clase baja? ¿El acervo cultural y la carga de valores o los apremios de la economía cotidiana? ¿Cómo se influencian mutuamente lo uno con lo otro? ¿Hasta dónde el problema son las siempre ascendentes expectativas de la clase media, que por lógica no hay bolsillo que pueda satisfacer? ¿Es la clase media una construcción simbólica e identitaria que siempre se corre el arco a sí misma y por eso “nunca llega”? ¿O en realidad estamos asistiendo a un proceso de degradación en cámara lenta donde nos encontramos pidiendo siempre lo mismo en un espiral descendente?

Por ser un espiral no llegamos a percibir que aunque el requerimiento sea el mismo, en cada ocasión lo hacemos desde un escalón más abajo y eso nos aleja más y más del objeto de deseo.

¿Tiene la sociedad argentina, por su configuración dual, una insatisfacción crónica, o en realidad la velocidad del deterioro es superior a la de readecuación de sus demandas?

En pocas palabras: ¿siempre queremos más de lo que podemos o a pesar de querer cada vez menos no llegamos ya ni siquiera a eso?

Números para el análisis
Si le ponemos números al análisis, tal vez quede más claro el dilema.

Entre 2012 y 2020, la economía de la Argentina cayó 13%, la inflación fue del 1438% y el desempleo subió 3,5 puntos porcentuales.

A pesar de haber caído 7 puntos, como lo demuestra el estudio publicado recientemente por el Banco Mundial, la clase media sigue abarcando en nuestro país al 45% de las familias. Y si lo vinculamos ya no con lo fáctico, sino con el imaginario, lo que expresa la clase media continúa siendo atractivo para 3 de cada 4 argentinos. Tanto nuestros estudios como los del Observatorio de Psicología Social de la UBA lo confirman. El 75% de la población se autopercibe integrando este gran colectivo social.

El punto hoy es cómo se articulan el componente simbólico con la realidad constante y sonante de la economía cotidiana. Corazón y bolsillo.

Al cierre del cuarto trimestre de 2020, para considerarse como parte de la clase media alta, una familia de la Argentina tenía que tener ingresos mensuales totales “piso” de $120.000 y “techo” de $250.000. El promedio, $150.000. Con esos valores se pertenecía al 17% de la familias que en la pirámide social se ubican en el segundo escalón, inmediatamente debajo de la clase alta. A la cotización del dólar blue del cierre del año, esos valores eran: US$720 piso, US$1500 techo, y US$900 promedio.

Si nos detenemos a analizar el otro segmento que integra la clase media, que es la clase media baja, mucho más frágil y vulnerable, la situación resulta más apremiante. El piso de ingresos era $60.000, el techo $120.000 y el promedio, $75.000. Llevado a dólares blue, US$360, US$720 y US$450 respectivamente.

La conversión de los ingresos familiares de la clase media a dólares está lejos de ser trivial. Responde a que justamente sus expectativas de consumo están vinculadas en gran medida con bienes icónicos que tienen “dólares adentro”. Simplificando, y a riesgo de ser demasiado lineales, para la clase media alta, el viaje, el auto, la tecnología y la ropa. Para la clase media baja, el celular, la computadora y las zapatillas.

Podrá decirse, con razón, que esos bienes, en el caso de ser importados o tener componentes que llegan del exterior, entran al país a dólar oficial, lo cual es cierto. Pero no puede desconocerse que en la Argentina lo que sucede con el dólar blue se filtra en todas las cadenas de valor disfrazado de inflación. Al fin de cuentas es lo mismo, o bastante parecido.

El shock de los precios
Es lo que, al “salir de la caverna” en la que hibernaron buena parte del año pasado llevó a los consumidores a shockearse con ciertos precios haciéndose una pregunta simple y casi infantil: ¿qué pasó? ¿Un celular cuesta entre $150.000 y $250.000? ¿Un par de zapatillas, entre $10.000 y $20.000? ¿Un kilo de asado entre $600 y $800? ¿Qué pasó?

Buena parte de la explicación hay que buscarla justamente en el dólar blue. Entramos a la cuarentena con un dólar de $86 y salimos con uno que valía casi el doble.

Si no queremos tomar este parámetro y pasamos a pesos, basta registrar que hoy la inflación interanual es del 50%, según la medición del Indec de junio. Por donde se lo que quiera mirar el problema es similar. El poder adquisitivo de los hogares argentinos se redujo 8% en promedio durante el primer trimestre de 2021. Medido en pesos, considerando ingresos de los hogares e inflación publicados también por las estadísticas oficiales. Y medido en dólares blue, la caída fue del 19%, con un dólar “contenido”.

La Argentina dual le está encontrando sus propias respuestas al dilema. Son de orden práctico más que filosófico.

Se consolidan patrones de consumo más sajones que latinos. Prima la sensatez, la austeridad y la conveniencia. Lo que antes se escondía ahora se socializa. La cultura low cost gana cada vez más adeptos. Crecen los outlets, los mayoristas, las ferias, los showrooms, las segundas marcas y, por supuesto, el comercio electrónico, propio de la nueva era donde físico y digital ya son una única cosa.

Otro símbolo de la época es que muchos consumidores ya no hablan tanto de segundas marcas, sino de “primeras marcas desconocidas”, sutileza que busca calmar a ese corazón de clase media que se inquieta cuando siente que su bolsillo ahora es de clase baja. Al menos para su percepción y sus expectativas.

¿De qué manera esta dualidad que se venía gestando, pero que ahora se transparentó y quedó expuesta, reconfigurará la narrativa de nuestra identidad nacional? ¿Será aceptada con resignación o, por el contrario, provocará enojo? ¿Se procesará el dolor que produce un movimiento descendente de este calibre o se manifestará en el decir y el hacer de los ciudadanos?

Interrogantes que se abren ahora que todo está a la vista.

 

La presente nota fue publicada en el diario LaNación el 26/07/2021.

Dólar, elecciones y después: la pelota está en el Fondo

Las devaluaciones pos-electorales son una casualidad recurrente en nuestro país. Por distintos motivos y con distintos resultados, el dólar saltó después de las cuatro elecciones que tuvieron lugar entre 2013 y 2019. Previendo este escenario, en las últimas semanas reaparecieron las tensiones. Aunque el tipo de cambio oficial siguió moviéndose lentamente en julio (subió menos de 0,7% en las primeras tres semanas), el dólar blue saltó más de 10% y la brecha pasó de la zona del 75% a la del 90%. A la vez, preocupado por estas presiones, el Banco Central endureció los controles sobre los tipos de cambio financieros a comienzos de mes, impidiendo una suba mayor.

Ahora bien, la historia no es lineal y esta vez será diferente, afirman desde el Gobierno. ¿Qué razones hay para pensar que podría serlo? ¿Por qué no, qué tienen en mente los que proyectan una devaluación? Contraponer los distintos argumentos nos permitirá entender un poco más a ambas partes y precisar el panorama, para así intentar llegar a una conclusión.

La primera variable que suele analizarse en estos casos es la competitividad. Cuando el dólar está barato, la industria tiene problemas para operar, ya que sus costos se ubican por encima de los de otros países, de modo que las importaciones se abaratan relativamente y un ajuste cambiario ayuda a nivelar las cosas. A precios de hoy, el tipo de cambio oficial estaba a 65 pesos antes de las devaluaciones de 2013, 2015 y 2017. No pareciera entonces haber razones para un salto por este lado.

Por otra parte, los movimientos cambiarios suelen acelerar la inflación, golpeando al poder adquisitivo y afectando al consumo y al nivel de actividad. Después de un arranque muy complejo en la materia, la suba de precios pareciera haber empezado a bajar en los últimos meses, acercándose a la zona del 3% mensual. En la misma línea, reapertura de paritarias mediante, los salarios formales se aprestan a tener su mejor semestre desde 2017. Esta recuperación fortalecería al nivel de actividad, que también mejoraría en los próximos meses. Un salto cambiario borraría todos estos avances, argumentando a favor de la estabilidad pos-electoral.

Las razones no son sólo de tasas: también son de niveles. Mientras que en las devaluaciones comparadas la inflación acumulaba poco menos de 30% en los últimos doce meses, en la actualidad está por encima del 50%. A la vez, los salarios formales eran un 20% más altos que en 2021, en tanto que el nivel de actividad estaba, en promedio, casi un 10% por encima de la actualidad. Otra vez, motivos para no ajustar el tipo de cambio después de noviembre.

En otro orden, sobresale que las reservas netas casi se duplicaron en el primer semestre, acercándose a los U$S 8.500 millones. Mejor aún, el ingreso de divisas que reportará la aplicación de Derechos Especiales de Giro que realizará el FMI en agosto traerá U$S 4.500 millones más, devolviendo a este stock fundamental a los niveles pre-pandemia. Sin embargo, a pesar de estos avances, esta variable sigue un 40% por debajo del promedio 2011-2019, marcando que el poder de fuego para contener al dólar es limitado. Y acá el panorama empieza a cambiar.

Entre septiembre y diciembre, hay vencimientos de capital por casi U$S 5.000 millones con el FMI, que sin un acuerdo tendrían que cancelarse con reservas. Además, es probable que el Banco Central intervenga en el mercado de cambios oficial y paralelo en los próximos meses, en pos de contener las tensiones pre-electorales, debilitando todavía más a este stock. En respuesta, esta variable terminaría el año cerca de los U$S 5.000 millones, un valor crítico.

Reforzando el argumento devaluatorio, aparece el calendario de vencimientos con el Fondo: en 2022 hay que compromisos por casi U$S 20.000 millones, es decir, más del doble de las reservas netas actuales. El acuerdo, entonces, parece inevitable. Mirando lo que pasó en 2018, podríamos pensar que el organismo multilateral exigirá menores intervenciones del Banco Central en el mercado de cambios a cambio de su firma, sinónimo de una devaluación, tal como lo hizo en 2018.

Sin embargo, en abril de 2019 el FMI flexibilizó esta postura, permitiendo algunas intervenciones. A la vez, la pandemia y el cambio de autoridades parecieran haberle hecho rever algunas posiciones al Fondo, volviéndolo un poco más pro-regulaciones. Aunque este organismo sigue siendo un enemigo del cepo y los esquemas de restricciones, es posible que exija un desarme paulatino de estos, no inmediato como hubiera demandado algún tiempo atrás. Del otro lado, los vencimientos “fuertes” con los acreedores privados recién arrancan en 2024, de modo que hay oxígeno por este lado.

La dinámica de la inflación y del nivel de actividad juegan a favor de la estabilidad cambiaria después de las elecciones. A la vez, a pesar de las subas de impuestos y aumento de la brecha de productividad de los últimos años, la competitividad tampoco exige una devaluación. Al mirar las reservas netas y los vencimientos de deuda, la situación cambia, y la demanda de dólares empieza a sobrepasar a su oferta. La pelota está en el Fondo: habrá que ver si decide salir jugando, lentamente, o la revienta para arriba.

 

La presente nota fue publicada en el diario ElDiarioAR el 25/07/2021.

Más salario, más actividad y más inflación: el nuevo equilibrio del Gobierno

Hace varios años que la economía argentina enfrenta dos grandes problemas: una actividad que no crece y una inflación que no baja. Más allá de cuáles sean las causas, por qué pasa esto y cómo podría mejorarse, estas son las formas de manifestación.

A principios de año, el Gobierno parecía enfocarse en el segundo de los desafíos. Confiado en que la demanda se recuperaría luego de un año de pandemia y esperanzado por el buen cierre del 2020, el Poder Ejecutivo priorizó desacelerar la suba de precios por sobre impulsar la recuperación de las variables reales. En este esquema se entienden el cierre de paritarias en sintonía con el 29% objetivo de inflación anual del Presupuesto y la moderación fiscal de la primera parte del año.

Sin embargo, las cosas no salieron tal como lo previsto. La inflación fue mucho mayor a la esperada, en tanto el rebote de la actividad fue revirtiéndose conforme pasaban los meses. Preocupado por esta situación, el equipo económico cambió su orden de prelación: para el segundo semestre, buscará impulsar la demanda, aun cuando esto implique convalidar una mayor inflación. Si bien este cambio podía intuirse, el giro quedó claro con el reciente impulso a la reapertura de paritarias. Con este anuncio, se explicitó el nuevo equilibrio apuntado desde el Gobierno: mayores salarios en busca de un mayor consumo, pero al costo de una mayor inflación.

Entre 2018 y 2020, el poder adquisitivo de los trabajadores registrados cayó más de 20%. En la primera mitad de 2021, esta variable habría caído otro 1,5%, acumulando 22% de retroceso en los últimos 36 meses. Considerando que 3 de cada 4 pesos que nuestro PBI se explican por el consumo, la relación entre el salario real y el nivel de actividad es fundamental. Por lo tanto, su recuperación es condición necesaria para que las ventas mejoren en la segunda parte del año, y de ahí la temprana reapertura de las negociaciones colectivas.

Además del salario, el nivel de empleo es la otra variable determinante para explicar la dinámica del consumo. En 2020, pandemia y cuarentena mediante, se destruyeron 1 de cada 10 puestos de trabajo en nuestro país. Aunque en 2021 no se recuperaría todo lo perdido, sí habría un rebote importante de este indicador, concentrado en la segunda mitad del año. Por lo tanto, la economía también tendría un impulso por esta vía.

A la vez, la actividad tendría otros tres motores adicionales. En primer lugar, el gasto público aumentaría en los próximos meses, alentado por el buen resultado del primer semestre y por las elecciones que se acercan. Por su parte, el proceso de vacunación contra el Coronavirus pareciera avanzar cada vez más rápido, permitiendo relajar las restricciones a la oferta y fortalecer la demanda. Por último, la economía brasileña está mejorando sistemáticamente sus proyecciones de crecimiento, traccionando así sus importaciones, o sea, nuestras exportaciones. Resultado de estos factores, la producción tendría una buena segunda mitad del año, y la realidad se acomodaría un poco más a lo que quiere el oficialismo.

Ahora bien, no todo será color de rosas. Si bien el dólar oficial seguiría avanzando muy lentamente en los próximos meses -al menos, hasta noviembre- y las tarifas de servicios públicos harían lo propio, la reapertura de paritarias tendrá un efecto sobre el nivel general de precios. Según el último Relevamiento de Expectativas de Mercado del Banco Central, la inflación pasaría de un promedio de 4% mensual entre enero y junio a otro de 2,8% entre julio y diciembre. En términos anualizados, esto implicaría pasar de una inflación del 60% a otra del 40%. Por lo tanto, aunque la suba de precios bajaría en el corto plazo, seguiría en niveles muy elevados, tan incompatibles con el normal funcionamiento de la economía como lejos de los objetivos oficiales.

Considerando el mal arranque del año en materia de precios, el Gobierno está intentando hacer del defecto virtud y aprovechar el envión inflacionario para reabrir paritarias y lograr que el poder adquisitivo tenga su mejor semestre desde 2017 -comparado contra el pasado reciente, no en valores absolutos donde seguirá por debajo incluso de 2019-. De esta manera, el consumo podría recuperarse y la economía real también tendría su mejor momento de los últimos años. Las elecciones traen buena suerte.

No obstante, porque es difícil cerrar una nota sobre economía argentina de manera optimista, vale decir que esta recuperación se volvería insostenible por su propio peso. Con más inflación, el atraso cambiario y tarifario, que entre otras cosas serán fundamentales para explicar la recuperación de salario real, se volverán más difíciles de sostener. En este marco, habría que corregirlos, como máximo, a comienzo del 2022 -casualmente, cuando llegará el acuerdo con el FMI-. Por lo tanto, si no hay mal que dure cien años, tampoco hay alegría que dure seis meses. Al menos por ahora.

 

La presente nota fue publicada en el diario ElDiarioAR el 11/07/2021.

Anestesia, túnel y salida, las tres etapas de 2021

Los datos carentes de contextualización pueden desorientar el pensamiento. La big data fascina y, al mismo tiempo, encandila. ¿Por qué si la economía de la Argentina tuvo un extraordinario e histórico crecimiento del 28% en abril no hay ningún tipo de algarabía en la calle? ¿Cómo se explica que en simultáneo el Índice de Confianza de los Consumidores haya estado desde hace 3 meses con valores de 34/35 puntos en la zona de mínimos históricos (2018/2019, 2014, 2001/2002)? Eso indica claramente retracción y temor a gastar. ¿La sociedad no está viendo lo que ocurre o, por el contrario, lo que sucede no llega a modificar sus percepciones? Para la subjetividad propia de la condición humana, realidad es igual a percepción.

La pregunta que hoy gana agenda es: ¿vamos bien o vamos mal? Y su correlato político: ¿de qué modo impactaría una potencial mejora del consumo, si la hubiera, en el proceso electoral?

Leer e interpretar los números de 2021 es intrincado, engorroso y hasta engañoso. Comparan contra 2020, un año en el que la pandemia más la cuarentena desarticularon por completo la vida y, por ende, “patearon el tablero” del consumo. Todas las conductas se alteraron. La economía cotidiana “enloqueció” como nunca lo había hecho antes. Ni siquiera en 2002.

No se puede entender este año sin comprender profundamente el anterior. Son indisociables. Acorde con la conceptualización de Sil Almada, la directora de Almatrends, nuestro Lab de tendencias, conforman un “unitiempo”. Es decir, un período único que se enmarca en la lógica del “hábitat viral”. En el marco de ese ecosistema se rompió la dimensión temporal. Ahora hay que analizar el devenir dentro de ese gran “todo”, donde el que pone el ritmo es el virus. En consecuencia, la dinámica de los acontecimientos es mutante, una característica saliente del ente que la rige.

Cuando el 14 de junio el gobierno inglés decidió postergar por un mes la etapa final del desconfinamiento –discotecas, recitales, grandes eventos y el fin del teletrabajo– prevista para el 21 de junio y postergada para el 19 de julio, quien fuera entonces el ministro de Salud, Matt Hancock, dijo en conferencia de prensa: “Es que eso estaba escrito en lápiz”. Cosa que nadie sabía, por supuesto. La primera lectura sería que “el lápiz”, como siempre, lo tiene el Estado. La segunda, más preocupante, pero quizá más realista, que ahora ni siquiera eso. El lápiz lo tiene el virus. En este caso, la variante delta. Potencialmente, cualquier otra. Virus es una palabra que proviene del latín, cuyo significado original lo dice todo: “veneno”.

Si el dueño del tiempo ahora es el virus, podemos organizar el año en tres grandes etapas a fin de intentar responder las preguntas que nos inquietan.

La primera etapa fue “la anestesia”. En el marco del “unitiempo”, el calendario tradicional ya no corre, por lo que definimos su extensión desde septiembre de 2020 hasta la Semana Santa de 2021. Fue en ese interregno cuando pudimos “hacernos trampa al solitario” y sanamente olvidarnos un poco de la pandemia. El clima ayudó mucho. Nos tentó para salir de “la caverna digital”. Primero temerosos y luego un poco más audaces, fuimos abriendo la puerta del “hogar búnker”. El verano tuvo un sabor “agridulce”. Mejor que el amargo invierno, lejos de las temporadas que añoramos. El riesgo estaba ahí y lo sabíamos. Decidimos convivir con él para poder vivir. Al menos de a ratos. El efecto anestesia funcionó. Haber llegado hasta ahí después de “la paliza emocional” no era poco.

Restaurantes, bares, cervecerías, gimnasios, shoppings, comercios a la calle, peluquerías, profesionales independientes, trabajadores de oficios varios, líneas aéreas y hoteles, entre tantos otros, tuvieron un respiro. Nadie podía devolverles lo perdido, pero al menos los dejaban “volver a la cancha” y “dar la pelea”.

La ilusión acordada de modo implícito por el inconsciente colectivo se diluyó el lunes 5 de abril. Desde entonces comenzó la segunda etapa. Volvieron las restricciones. Entramos al temido “túnel”. Ahí estamos hoy, caminando como podemos entre el hastío, la decepción y el pesimismo. Con idas y venidas, con cierres y aperturas. En cierto punto desconcertados, mareados, incapaces de planificar algo, sin poder imaginar el futuro. ¿Hasta qué hora se puede lo que se puede y está abierto lo que está abierto?

Las restricciones son sustantivamente menos que las del año pasado. Es obvio que los parámetros epidemiológicos se modificaron de modo abrupto. El aprendizaje del poder, la demanda social y el año electoral confluyeron y provocaron ese giro brusco.

El mundo nos muestra que un día saldremos del túnel. Basta prender la TV y ver los partidos de la Eurocopa con público o la cancha llena de Wimbledon para verificar la presunción de que el deporte de élite sin público es poco más que un videojuego y, en simultáneo, renovar la ilusión.

La tercera etapa existe. Es “la salida”. Esto ya de por sí es un dato que nutre la esperanza. ¿Cuándo llegaremos a ella? Difícil precisarlo hoy. Es de prever que, como está ocurriendo en Europa y en los Estados Unidos, eso dependa de la articulación de dos factores primordiales: el primero es el clima –variable no controlable, pero previsible– y el segundo, la vacunación –variable controlable, pero expuesta a múltiples complejidades y no tan previsible–.

Siendo así, debería suceder en algún momento entre la primavera y el verano. Lo que estamos aprendiendo en tiempo real es que eso no significa “contagios cero”, sino un virus bajo cierto control, lo que, por cierto, es diferente. El riesgo de avances y retrocesos existe. Insisto: la dinámica es mutante porque depende de un agente que muta. Al menos hasta que no esté el grueso de la población global vacunada con dos dosis y, acorde con las últimas investigaciones científicas, quizá tres.

¿Por qué el crecimiento del 28% de la economía en abril no provocó euforia? Porque compara con una caída del 26% en el mismo mes del año pasado. Y además porque la economía no crece desde enero. Conclusión: ese dato tan alentador, en la mirada y en los sentimientos de la gente, no cambió demasiado.

¿Vamos bien o vamos mal? Esa será la disputa semántica mientras transitamos el túnel y nos vamos acercando tanto a la salida como al proceso electoral. Por tomar solo un caso, la venta de autos creció en el primer semestre de 2020 un 37%. Lo que en otras circunstancias sería todo un suceso, en las actuales es apenas una mueca que simula alegría. Las concesionarias lograrían vender en todo el año unos 400.000 vehículos. Eso es más que los 343.000 del año pasado, pero menos que los 460.000 de 2019 y mucho menos que los 955.000 de 2013 o los 900.000 de 2017. Mejor no es lo mismo que bien.

En su libro Sistemas de identidad, el diseñador argentino Carlos Carpintero afirma: “No se puede hablar de comunicación sin hablar de lucha por el sentido. La comunicación tiene por norma, antes que el entendimiento y la reunión, la tensión y la paradoja. Comunicación humana es el nombre de una acción realizada por distintos protagonistas, donde no hay soberanos del sentido. Porque justamente el sentido es lo que estos actores se disputan”.

Mientras avanzan en la oscuridad, las personas estarán expuestas a una torre de Babel de la que brotará una cacofonía de discursos y discusiones, donde los datos serán leídos del derecho y del revés. Todos batallarán por el sentido procurando convencer a los ciudadanos. El modo en que lograrán modificar sus percepciones y, por ende, su “realidad” lo sabremos solo “el día de la verdad”.

Es inútil pretender extrapolar de manera lineal el pasado. Tal vez algunos patrones se repitan. Tal vez no. Esto no se parece a nada.

La presente nota fue publicada en el diario La Nación el 05/07/2021.

Dólar oficial y devaluación: estabilidad en el segundo semestre, ¿y después?

Podríamos pensar en un nuevo esquema de dólar que se abarata y que es sostenible. Sin embargo, y como siempre en la Argentina, esto no está tan claro.

En la primera mitad del año, el dólar oficial subió 14%, poco más de la mitad de una inflación que habría acumulado cerca de 25%. Por su parte, el contado con liquidación avanzó 18%, también muy por debajo de los precios. De esta forma, se observa que el peso se fortaleció en el arranque de 2021.

Esta dinámica estuvo acompañada por la compra de u$s 6.400 millones por parte del Banco Central en el mercado, que se tradujo en un salto del 60% de las Reservas netas. Como resultado, esta variable clave cerró junio en la zona de u$s 8.000 millones. Sumando que parte de la pérdida de competitividad que traen las apreciaciones cambiarias se relajó por el fortalecimiento de las monedas emergentes y la inflación de Estados Unidos, podríamos pensar que este nuevo esquema de dólar que se abarata es sostenible.

Sin embargo, y como siempre en la Argentina, esto no está tan claro. Analizar los argumentos de uno y otro lado nos permitirá proyectar qué podría pasar en el mercado cambiario en el segundo semestre, electoral, y también en el mediano plazo.

En primer lugar, vale decir que el tipo de cambio real no muestra grandes señales de atraso. Por el contrario, después de las devaluaciones de 2018 y 2019, y de un 2020 donde el dólar siguió a la inflación, no hay mayores problemas por este lado. A modo de ejemplo, el dólar está un 50% más caro que a la salida de la Convertibilidad y un 10% por encima del promedio histórico. Si bien en los últimos años aumentaron los impuestos en nuestro país y se agrandó nuestra brecha de productividad con el resto del mundo, encareciendo a nuestra producción en términos relativos, no hay razones que fuercen una corrección por este punto en el futuro inmediato.

No obstante, no es solo una cuestión de precios. Por caso, las Reservas netas se ubican 60% por debajo del promedio 2011-2019, marcando la debilidad de este stock fundamental. A la vez, vale decir que la mejora del poder de fuego del primer semestre estuvo muy vinculada a la salida de la cosecha gruesa en un contexto de precios récord de commodities, algo que no se repetirá en esta segunda parte del año por razones estacionales, y al endurecimiento del control de cambios para las importaciones de bienes, algo que tiene impacto en la inflación y el abastecimiento y que podría relajarse cerca de las elecciones -o, mejor dicho, que podría complicarse si se lograse la recuperación del nivel de actividad que tanto espera el gobierno, dado que esta demandará mayores importaciones-.

En otro orden, la prudencia fiscal del primer semestre podría romperse en los próximos meses. Entre enero y junio, la asistencia del Banco Central al Tesoro estuvo en niveles muy similares a los de 2018, a la par que estuvo por debajo de 2016 y 2017. Sin embargo, pareciera que en la segunda mitad del año esta dinámica se revertiría: votos mediante, el Palacio de Hacienda se prepara para un segundo semestre “más gastador”, a la par que los vencimientos de deuda en pesos del Tesoro tendrán un julio-agosto muy exigente. En consecuencia, la liquidez podría volver a aumentar en el corto plazo, pudiéndose ir al dólar si no encontrase un destino atractivo en pesos.

Más allá de estos argumentos, que podrían traer dolores de cabeza en las próximas semanas, el dólar oficial seguiría calmo en los próximos meses. Por un lado, porque el Banco Central elegiría vender las Reservas que acumuló en la primera mitad del año antes que devaluar en la previa electoral. Por el otro, porque la autoridad monetaria endurecería el cepo antes de ajustar al tipo de cambio por precios, tal como marcó la experiencia de 2020.

Sin embargo, en el mediano plazo esta “calma” se hundiría por su propio peso. Una pérdida de Reservas acelerada durante la segunda parte del año, más vencimientos de deuda que se disparan en 2022, impedirían estirar este esquema de dólar que se atrasa más allá del cierre de 2021. La reestructuración con el FMI llegaría en el primer trimestre del año que viene y podría traer algunos lineamientos para la política económica de mediano plazo, ¿la reestructuración con el FMI también podría traer una devaluación?.

 

La presente nota fue publicada en el diario El Cronista el 05/07/2021.

¿Cuánto resistirá la clase media argentina?

Contra todo lo que podríamos suponer, después de un año devastador –el PBI cayó 9,9% en 2020–, la clase media argentina mantuvo el mismo tamaño que tenía en 2019. A simple vista, no tiene sentido. Especialmente cuando los datos oficiales del Indec muestran que la pobreza subió en el mismo plazo del 35,5% al 42% de la población. Sin embargo, si hurgamos en la profundidad de este fenómeno podemos encontrar un motivo para la esperanza. Algo imprescindible cuando estamos, finalmente, de cara a la adversidad.

A priori, resultaba lógico que en una estructura social donde la clase media representaba el 45% de las familias del país, un golpe tan grande la dañara.

Según el análisis oficial y público realizado por Saimo (Sociedad Argentina de Investigadores de Mercado y Opinión), prestigiosa y rigurosa entidad que agrupa a todos los investigadores de mercado del país, al segundo trimestre de 2020, que fue por lejos el peor, la clase media lograba sostener el nivel de incidencia prepandemia, lo que no quiere decir que el violento cimbronazo no la haya impactado.

Claro que lo hizo, y mucho. La empobreció, le quitó capacidad de consumo, acotó sus sueños y mutiló buena parte de sus expectativas. Los mismos datos del Indec muestran que la caída del poder adquisitivo de un hogar promedio fue del 11% el año pasado, si lo medimos en pesos. Y si lo medimos en dólares blue, fue mucho peor: -43%.

Lo que ocurre es que las clases sociales en nuestro país se definen básicamente por dos variables: el empleo y la educación. El empleo obviamente se vio afectado. La tasa de desempleo creció 2 puntos: pasó del 8,9% en el cuarto trimestre de 2019 al 11% en el cuarto trimestre de 2020. Programas sociales de emergencia como el IFE y el ATP ayudaron a que la catástrofe laboral no fuera aun peor. Pero la educación del principal sostén del hogar no se pierde en un año. Por lo tanto, habría operado como factor de amortiguación.

Pirámide Social Argentina 2020

Encontramos aquí una primera explicación del extraño suceso. Podríamos decir que, a pesar de un violento deterioro en el “flujo”, la clase media logró sostenerse gracias al “stock” acumulado en años anteriores. Perdió capacidad de consumo, mantuvo su cultura. Me resulta un tanto superficial y, sobre todo, peligroso este análisis. Estaría indicando que a la economía argentina puede caerle una especie de bomba atómica y casi que “no pasa nada”. De ningún modo es así. Basta salir a la calle para observarlo.

¿Y entonces?

Clase media no hay una sola

En primer lugar, es crítico comprender que, por un lado, la clase media está muy lejos de ser una sola. En la última década la brecha entre la clase media alta y la clase media baja se venía agrandando. El año pasado, el problema se agudizó. El total se mantiene, hacia el interior crece la fragmentación y las diferencias se consolidan.

En segundo lugar, se tiende a pensar en términos casi binarios: clase media o pobreza. Y no es así. Hay algo en el medio. Ese algo es la clase baja no pobre. Segmento muy poco visibilizado y analizado. Sus valores coinciden en buena medida con los de la clase media. Si hubiera que definir ese puente en un tuit sería: “Lo que nos une es que creemos en la dignidad del trabajo como fuente de nuestro progreso”.

Es que la clase media se define a sí misma como el grupo de la población que no es ni rico ni pobre, que no tiene chofer ni seguridad privada, que puede ocuparse de los gastos de su familia, que no depende de la asistencia estatal, que grande o chico siempre anida en su ser algún proyecto a futuro y, especialmente, que tiene que trabajar para vivir. Debajo de ese paraguas conceptual se cobijan la clase media real y la clase baja no pobre, aun siendo consciente de sus restricciones económicas y su situación laboral más precaria.

Por eso el 85% de la población se autopercibe como de clase media, aunque técnicamente muchos no lo sean. Es una comunión simbólica, un imaginario compartido, más que una igualdad que pueda expresarse en la práctica.

En abril de 2012, el investigador libanés Nassim Taleb publicó Antifrágil, libro que opera como una secuela de su gran best seller El cisne negro (2007). Su tesis resulta bastante contrafáctica: plantea que en realidad las grandes crisis, los fenómenos disruptivos que alteran el orden preexistente, no solo no son malos per se, sino que para quien sabe aprovecharlos pueden ser muy útiles. Al enfrentarse a circunstancias nuevas, límite, desconocidas, los individuos y las organizaciones deben sacar lo mejor de sí para poder superarlas, y aquellos que lo logran quedan luego en un nivel superior. Por lo tanto no habría que temerle a la adversidad como una fuente potencial de fragilidad, sino desarrollar las habilidades para ser “antifrágiles”.

“Hay cosas que se benefician de las crisis; prosperan y crecen al verse expuestas a la volatilidad, al azar, al desorden y a los estresores. No existe una palabra que designe exactamente lo contrario de lo frágil. Lo llamaré antifrágil. La ‘antifragilidad’ es más que resiliencia o robustez. Esta propiedad se encuentra detrás de todo lo que ha cambiado con el tiempo: la evolución, la cultura, las ideas, los sistemas políticos, la innovación tecnológica, el éxito económico. La ‘antifragilidad’ es un antídoto para los cisnes negros, sucesos imprevistos, irregulares y a gran escala que sorprenden y perjudican a quienes no los prevén. Todo lo que salga más beneficiado que perjudicado de sucesos aleatorios (o de ciertas crisis) será ‘antifrágil’; en caso contrario, será frágil”. Así lo definió Taleb.

Detrás de los datos

De acuerdo con el índice de nivel socioeconómico que publica Saimo –diseñado en 2004 junto con la AAM y CEIM–, la clase media tiene el mismo peso en la estructura social argentina desde 2012. En el período 2012-2020, la economía cayó 13%, la inflación acumulada fue del 1438% y la pobreza pasó del 26% de la población al actual 42%. ¿Qué nos dicen estos datos?

Lo que parecerían indicarnos es que hasta ahora la clase media estaría logrando, en términos de Taleb, ser “antifrágil”. A los golpes, y casi como una herencia genética de un país de crisis cíclicas, habría desarrollado los mecanismos para procesar las inclemencias de un contexto económico cruel sin dejar en el camino su identidad.

El año pasado, esas habilidades se vieron sometidas a su prueba más extrema. Restaurantes de alta gama haciendo delivery, boliches que se transformaban en verdulerías, casas de familia que vendían artículos de limpieza, terapias por teléfono, clases de entrenamiento por Zoom, eventos infantiles en parques y plazas. La explosión del e-commerce –su facturación creció 124% en el año– demuestra cómo muchos salieron a hacer lo que fuera para poder sobrevivir. Si todos estaban en la web, se vendería entonces en la web. No más discusión. Los ahorros que hubiera, muchos o pocos, se pusieron en juego. La clase media dejó el alma para seguir trabajando, como fuera, donde fuese. Es decir, para seguir siendo.

En cambio, parecería que la virulencia de los vaivenes económicos argentinos estuviera quebrando la resistencia de una parte de esa clase baja no pobre. Allí está la movilidad social descendente que muchos intuían íbamos a ver en la clase media. En el segundo trimestre de 2016, cuando se retomó la medición del Indec, el porcentaje de hogares pobres era del 23%; hoy es del 31,6%. Si la clase media logró mantenerse igual, es evidente que el deterioro está en ese grupo que era “antifrágil”, pero que no pudo con tanto y se volvió frágil. Los que cayeron son una parte de la clase baja que estaba cerca de la pobreza, pero que hasta ahora lograba eludirla. Un mundo signado en buena parte por la informalidad y que tiene “poco resto”. Gente que no estaba acostumbrada ni quiere depender de la asistencia. Son los grandes perdedores de la última década y, sobre todo, del año pasado.

La “antifragilidad” que demostró tener la clase media en una instancia tan límite es una señal que despierta entusiasmo aun en los aciagos tiempos que vivimos. Sus valores continúan derramando sobre aquellos que no pudieron y se volvieron frágiles. Sueñan con volver allí. Esa vocación por encontrarle la vuelta de alguna manera, ese espíritu emprendedor, esa convicción por salir adelante como sea es probablemente la reserva más valiosa que atesora esta vapuleada sociedad.

En los meses por venir volverá a ser puesta a prueba. Cargando en sus espaldas el costo de 2020, quizá sea ahora aún más difícil. Una vez más, la pregunta es: ¿qué tan “antifrágil” será la clase media argentina? De su respuesta depende en buena parte nuestro futuro.

 

La presente nota fue publicada en el diario La Nación el 26/04/2021.

Reflexión y acción antes de que sea tarde (otra vez)

Precios que arden

Si bien el dato de inflación de marzo fue preocupante, solo con la inflación acumulada a febrero igualábamos la suma de las inflaciones anuales de Colombia y Perú del 2020. Con el dato del tercer trimestre, acumulamos más inflación que la suma de las de estas dos economías más las del año pasado de Bolivia, Chile y Brasil. Mientras tanto, en solo un trimestre nos consumimos más de dos quintas partes del objetivo oficial de inflación previsto para el 2021. El 29% pautado en el Presupuesto se desdibuja a pasos agigantados.

Esta patología históricamente irresuelta (transversal a cada gobierno de turno, salvo por el impasse de la convertibilidad) derrite mes a mes el ya colapsado poder adquisitivo argentino. Entonces, ¿qué puede hacer el Gobierno para comenzar a resolver el problema inflacionario?

Atacar el problema

El reconocimiento por parte de las autoridades de que la inflación es un fenómeno multicausal es un gran avance (al menos en los dichos). Esto no implica que la célebre, aunque tautológica, frase de Friedman no tenga muchas certezas: la emisión sí genera inflación. Obviarlo sería una necedad, aunque atribuirle el 100% de causalidad seguramente sería un análisis incompleto. ¿Es la emisión la causa última de la inflación? No es el objetivo de esta nota responderlo, aunque sí sabemos que la emisión en Argentina es la consecuencia de un Sector Público que cubre su exceso de gasto recurriendo a la monetización del déficit, lo cual nos lleva a la importancia del ahorro fiscal.

El ahorro fiscal per se no tiene por qué ser un objetivo de política económica. Ahora bien, experiencias recientes argentinas deberían llamar a la reflexión a todo el arco político.

La experiencia del gobierno anterior de recurrir al endeudamiento sin una corrección genuina y perdurable del déficit fiscal es simplemente patear el problema para más adelante. El año pasado, un shock imprevisible nos encontró con el mercado de deuda cerrado. Sin voluntad de reducir la presión impositiva, para sostener la demanda agregada con políticas fiscales expansivas (como en todas las economías del mundo) la única vía de financiamiento restante fue la financiación monetaria de éstas (a diferencia del resto del mundo). La aceleración inflacionaria de estos últimos meses es consecuencia (al menos en parte) de la gran expansión monetaria del año pasado, con sus rezagos. Por los motivos mencionados, una vez que la política mire más allá de la próxima elección, el ahorro (o al menos equilibrio) fiscal debe ser un primer paso.

El problema actual es la coyuntura: estamos sumergidos en lo profundo del ciclo económico con la mayor crisis mundial desde el crac del 29. Una contracción fiscal sería contraproducente en el cortísimo plazo, como también inviable por la dinámica electoral. Por ello, acertadamente, se recurre a la reconstrucción del mercado de deuda en pesos para financiar más de la mitad del desequilibrio fiscal proyectado. Sin embargo, esto solo es posible ofreciendo tasas de interés reales positivas. Chocamos nuevamente contra la coyuntura: tasas reales positivas raspan la actividad económica y elevan el déficit financiero. Sin corregir el déficit primario, se recurrirá a una mayor monetización para cubrir los intereses. Volvimos al punto de inicio.

Además, por el maltrato histórico que recibió nuestra “moneda” (¿acaso podemos llamar moneda al peso?) para fomentar el ahorro en moneda local deben ofrecerse tasas reales doblemente positivas, ya que deben ganarle tanto a la inflación como a la depreciación del tipo de cambio. Nos chocamos con dos paredes: la coyuntura y la restricción externa.

Dejando de lado la inefectiva política de controles de precios y el atraso tarifario (que representa un mayor costo fiscal hoy y una mayor presión inflacionaria futura), la gran ancla de precios del 2021 parece que será el atraso del tipo de cambio oficial. Si con estos niveles de inflación el gobierno pisa el tipo de cambio, volveremos a un mini-ciclo de apreciación real con una mejora (no genuina) del salario real que se destinará en parte al consumo y en parte a la demanda de dólares. A pesar de un ingreso de divisas mayor a lo esperado (por el boom de los precios de los commodities y por el potencial ingreso dólares vía Derechos Especiales de Giro), la coyuntura se topará con la restricción externa que sigue latente debido al históricamente bajo nivel de las reservas netas del Central.

Pasado el flujo positivo estacionalmente alto de divisas, se presentará nuevamente la clásica disyuntiva argentina: comprimir más las importaciones y poner en jaque cualquier recuperación económica, o devaluar para corregir el atraso cambiario que surgiría de cumplirse la meta oficial de devaluación. Un tipo de cambio que no pierda contra la inflación puede atentar contra la desinflación en el corto plazo pero es necesario a mediano plazo.

Pasada la emergencia sanitaria: estabilizar para volver a crecer

Si bien es un cliché, se necesita un shock de expectativas. Una mayor demora del acuerdo con el FMI, un Ministerio de Economía dividido en distintas autoridades con diferentes concepciones respecto al problema inflacionario y un arco político guiado por una dinámica electoral miope y cortoplacista es todo lo contrario a lo que necesita el país en este momento. En Argentina, la política económica es más política que económica y el primer paso lo tienen los políticos.

Es necesario un consenso de todo el arco político respecto al problema inflacionario que sea perdurable en el tiempo más allá del gobierno de turno. Ningún modelo económico (independientemente de su orientación) es viable con estos niveles de inflación. Ningún proceso de reducción de la pobreza ni de mejor distribución del ingreso es posible si arrastramos más de una década de elevada inflación. Pasada la emergencia sanitaria, para escapar de la coyuntura y empezar a hablar sobre recuperación y crecimiento económico, Argentina necesitará un plan de estabilización consensuado por todo el arco político cuyo principal objetivo sea la reducción de la inflación.

Nueva cuarentena, mismas proyecciones

La segunda ola de Coronavirus llegó con fuerza, y el gobierno endureció las restricciones sanitarias. Considerando que “hoy la economía no podría soportar una cuarentena estricta como la de 2020”, tal como afirmó el ministro Martín Guzmán hace dos semanas, las nuevas limitaciones intentaron no golpear demasiado a la producción de bienes y servicios. En este sentido, las medidas anunciadas ayer no alteran nuestras principales proyecciones.

Por lo tanto, mantenemos un crecimiento de 6% del PBI en 2021, en tanto ya contemplábamos algunas restricciones en el marco de la segunda ola. Aun cuando el número pareciera reflejar a priori un avance importante, solo se recuperaría poco más de la mitad de lo perdido en 2020. Más aún, dado que una parte no menor del retroceso que provocaron la pandemia y la cuarentena ya se había recuperado al cierre del año pasado (diciembre 2020 se ubicó solo 3% por debajo de diciembre 2019), la mejora de la actividad a lo largo de este año será prácticamente imperceptible.

Por caso, si el nivel de actividad de enero se mantuviera constante durante todo el 2021, la economía crecería 8% en el promedio anual. Sin embargo, esta variable se contraerá en los próximos meses, de modo que la recuperación sería menor. Concretamente, el nivel de actividad de diciembre 2021 sería solo 0,6% mayor al de diciembre 2020.

El gobierno ya anunció un bono de ARS 15.000 para todos los perceptores de la Asignación Universal por Hijo y monotributistas de las dos categorías más bajas, alcanzando alrededor de dos millones de personas en total. Según nuestros cálculos, el costo directo de esta medida rondaría los ARS 40.000 millones, equivalente a 0,1% del PBI. En orden de magnitud, el año pasado, IFE y ATP mediante, el gasto extra llegó a 2,5% del PBI. De esta manera, se comprende que el bono anunciado no cambiará la salud de las cuentas públicas. Más aún, si bien la caída de la actividad afectará la recaudación, por ahora la meta de déficit primario (-4,5% del PBI) se lograría sin mayores contratiempos.

En este contexto, también mantenemos nuestras proyecciones de inflación. Si bien el año arrancó muy complicado en este frente (+12% en el primer trimestre, lo que representa un valor anualizado de 60%), esta variable se desaceleraría en los próximos meses. Un dólar oficial que entró en modo electoral y redujo su tasa de depreciación, tarifas de servicios públicos sin grandes actualizaciones y negociaciones salariales que no traerán recuperaciones significativas del poder adquisitivo moderarían la suba de precios. Ahora bien, de ninguna manera se alcanzará el 29% de meta oficial: la inflación se acelerará en relación con 2020, acumulando más de 40% en el año.

Por último, vale destacar que ratificamos nuestra proyección de un dólar oficial en torno a 112 pesos para fin de año. No obstante, no descartamos un endurecimiento del cepo si la demanda de divisas se incrementa: las Reservas netas continúan en niveles muy bajos (USD 5.000 millones, marcando una caída mayor al 50% desde el comienzo de la pandemia), y el Banco Central seguiría restringiendo cantidades en lugar de ajustar por precios.

En síntesis, los anuncios de ayer están en línea con nuestras proyecciones. El cambio en las mismas estará asociado a una prolongación y profundización de las restricciones, que terminen por afectar sensiblemente el entramado productivo, el consumo y la inversión. Si ese escenario sucediera, la recaudación sufrirá, la ayuda estatal agrandará el déficit fiscal y, como consecuencia, la emisión presionará sobre el tipo de cambio y la inflación. Lamentablemente, con las medidas anunciadas ayer, estamos un paso más cerca de esa configuración de escenario pesimista. Esperemos se frene a tiempo.