Los subsidios económicos saltaron más de 100% en 2020 y crecieron casi 80% i.a. en el primer trimestre del 2021, duplicando a la inflación. Se desprende de estos números cómo vienen ganando peso como porcentaje del PBI, pasando de 1,6% en 2019 más de 3% este año. Esta dinámica encendió algunas luces de alerta hacia el interior del Ministerio de Economía, desnudando las distintas miradas existentes. En este marco, es importante repasar algunos aspectos de esta línea del gasto: ¿qué se subsidia en Argentina? ¿quiénes se ven beneficiados por las tarifas baratas? ¿cómo se financian estas partidas?
La Administración Pública Nacional paga actualmente subsidios por la importación, generación, transporte y distribución de energía eléctrica y gas; por el consumo residencial de garrafas; al transporte automotor, ferroviario y aerocomercial; y a otros (sector agropecuario e industrial, provisión de agua y saneamiento y otras empresas públicas). De estas transferencias, las que tienen un mayor peso son las destinadas a abaratar los servicios energéticos, disociando el costo de la electricidad y el gas del precio pagado por los hogares. El año pasado, los subsidios energéticos representaron tres de cada cuatro pesos gastados en transferencias económicas corrientes a empresas públicas, fondos fiduciarios y el sector privado, siendo equivalentes a casi el 2% del producto.
Estas transferencias buscan evitar que los movimientos en los costos del servicio (vinculados a las condiciones de producción, el tipo de cambio y los precios internacionales) afecten a las tarifas. Para esto, el Estado paga una porción de éstas, que varía según la evolución de los tres factores arriba mencionados y el precio del servicio pagado por el público. El volumen de los subsidios depende inversamente del precio de electricidad y gas pagado por los hogares. Esto es así, en primer lugar, porque los aumentos en el precio unitario que pagan los consumidores reducen el monto que desembolsa el Sector Público por cada kw o metro cúbico de gas utilizado. Pero, además, porque el uso de energía es sensible al precio (por caso, la demanda residencial trepó 76% entre 2005 y 2015, mientras que el PBI corriente subió la mitad). Por este motivo, al elevar el precio de estos servicios se reduce su consumo, disminuyendo el monto total a financiar por el Tesoro. Por último, y asociado a lo anterior, porque al necesitarse menos gas y electricidad, la demanda puede cubrirse con producción local, achicando la necesidad de importarlos, lo que es mucho más costoso e insume divisas en poder del Banco Central.
Actualmente, los subsidios vienen elevándose al ritmo del retraso tarifario, generando una distorsión de precios poco sostenible, que eventualmente deberá corregirse (aunque más no sea parcialmente). Esta situación se remonta a más de una década atrás, cuando la inflación volvió a tomar fuerza en nuestro país, sin que las tarifas se actualizaran en línea con esta, generando a la vez inequidades geográficas (al subsidiarse la distribución en el AMBA, esta zona pagaba tarifas más baratas que el resto del país). Así se llegó a que, en el momento de la asunción de Cambiemos, los usuarios minoristas de electricidad pagaban alrededor del 15% del costo monómico de generación. A lo largo de dicho mandato, el monto de subsidios se redujo sistemáticamente a fuerza de saltos muy importantes de tarifas (principalmente, en el área más subsidiada), llevando este porcentaje de cobertura al 63%, pero causando efectos sobre la inflación general y el nivel de actividad. A pesar de esto, desde la primera mitad de 2019, los mandatarios salientes decidieron interrumpir el proceso de aumentos y congelar el precio de estos servicios, que empezaron un nuevo proceso de atraso. Esta decisión no fue revisada por el Gobierno entrante, que mantuvo dichos precios congelados (primero de forma transitoria, por 180 días, y luego de forma más duradera, por la irrupción de la pandemia). De esta forma, a dos años del inicio del congelamiento, las tarifas de los servicios públicos perdieron la mitad de su valor en términos reales, generando un desequilibrio relevante.
Ahora bien, aunque aporta sostenibilidad a la dinámica de las cuentas públicas, subir las tarifas de gas o electricidad no es inocuo: tiene impactos sobre los ingresos de los hogares, reduciendo su capacidad de consumo, y, además, sobre la dinámica inflacionaria. Desde este punto de vista puede comprenderse el motivo para postergar las actualizaciones, ya que las mismas agravarían la caída del salario real en una economía muy golpeada y a poco de las elecciones. A la vez, sumarían tensiones a una inflación que no da tregua.
Sin embargo, del lado contrario, se esgrime que es posible segmentar a los usuarios, con la intención de incrementar el pago únicamente de aquellos sectores que puedan afrontarlo. Este contrapunto es fundamental, ya que, dadas las características de los subsidios energéticos en la actualidad, el diseño de la transferencia es progresivo, pero pro-rico. En primer lugar, esto significa que el monto recibido por los usuarios de menores recursos representa un porcentaje mayor de sus ingresos, en tanto las tarifas tienen un peso mayor en su canasta de consumo. Sin embargo, a la vez, quienes más poder adquisitivo poseen reciben una mayor porción de subsidios totales, en tanto utilizan más gas y electricidad. Este problema de equidad podría ser resuelto diferenciando a los usuarios. Considerando las experiencias del IFE y la Tarifa Social Eléctrica, las bases de datos de AFIP y de ANSES, entre otros, esto pareciera ser viable técnicamente -y así argumenta el ministro Guzmán-. Este procedimiento agudizaría la progresividad y ayudaría a corregir el carácter pro-rico de dicho gasto. Sin embargo, la implementación de este esquema sigue postergándose, provocando que el desfasaje entre las tarifas y la inflación del resto de productos sea cada vez mayor.
Por su carácter pro-rico, los subsidios actuales no representan el mejor uso posible de estos recursos: si el objetivo fuera ayudar a los sectores vulnerables o estimular su demanda, existen herramientas más idóneas para hacerlo. Por llevarlo al extremo, si se eliminaran completamente los subsidios energéticos, podría recortarse en 7 puntos la alícuota del Impuesto al Valor Agregado o más que quintuplicarse la Asignación Universal por Hijo, ya focalizada en las familias de menores recursos.
Además, esta partida del gasto impacta en las cuentas externas. Las importaciones de energía se multiplicaron por más de 12 desde 2004 hasta 2013, deteriorando la balanza comercial energética. Así, el crecimiento de la actividad del período, pero también el congelamiento de tarifas, hicieron que nuestro país pasara de tener un superávit de USD 6.000 millones por esta vía en 2006 a ser un importador neto de energía por más de USD 7.000 millones en 2013. Pensando en el bajo nivel de Reservas netas y los compromisos con organismos multilaterales de crédito que hay por delante, podemos afirmar que los subsidios son un gasto ineficiente, costoso en pesos y dólares, en un país con un déficit fiscal y una necesidad de divisas importantes.
Aumentar las tarifas puede ser indeseable en lo inmediato y afectar al humor electoral. Sin embargo, si su congelamiento demanda crecientes recursos fiscales y de dólares, el resultado podría ser incluso peor: mayores expectativas de devaluación o un salto de los tipos de cambio paralelos afectarían más al humor electoral que una actualización del precio de los servicios públicos.