A lo largo de nuestra historia, la demanda de dólares excedió larga y sistemáticamente a su oferta. Los argentinos necesitamos más dólares para importar, viajar al exterior, ahorrar y pagar deudas de los que generamos con nuestras exportaciones y las inversiones, productivas o financieras, que llegan al país. Por este motivo, el mercado cambiario suele estar desequilibrado y existen dos soluciones posibles: ajustar por precios o cantidades.
La primera salida es la tradicional y la más eficiente, al menos desde su definición económica. La devaluación permite que accedan a las divisas quienes, supuestamente, más las desean o capacidad de compra tienen y, por lo tanto, mayor precio están dispuestos a pagar por ellas. Sin embargo, el precio del dólar no es uno más en nuestra economía, y su aumento acelera la inflación y golpea al poder adquisitivo, atacando al nivel de actividad. En consecuencia, la salida devaluatoria no siempre es la más eficiente, en este caso desde su acepción corriente.
El segundo mecanismo de ajuste es el cepo: en lugar de equilibrar por precios, el equilibrio se alcanza por cantidades. El Estado regula cuántos dólares puede comprar cada persona y cada empresa, priorizando la equidad por sobre la eficiencia, al menos en el corto plazo. Como resultado, la aceleración inmediata de la inflación es menor, de modo que la caída del salario real y del consumo también deberían serlo.
No obstante, esta decisión no es gratuita, sino que está plagada de costos. El principal, que genera un mercado cambiario paralelo -contado con liquidación, dólar MEP, blue, entre otros-, a donde va parte de la demanda reprimida. Aparecen entonces la brecha y las distorsiones, un solo bien que tiene muchos precios. En este marco, desde el momento en que se pone un cepo, el gobierno debería pensar en cómo hacer para sacarlo y normalizar la situación, de qué forma corregir los problemas que se generan. No es lo que está pasando hoy.
Esta discusión parece teórica y abstracta; sin embargo, creo que es un debate fundamental para los próximos meses e incluso años. A partir de 2022, el FMI reingresará a la economía argentina y el equipo económico deberá discutir sus decisiones, por lo menos las trascendentales, con su principal acreedor. En consecuencia, algunas políticas quedarán vedadas, a la par que otras ganarán relevancia y probabilidad de ocurrencia. Concretamente, aquellas decisiones que priorizan el corto plazo quedarán relegadas en relación con las que ponderan el largo. En este escenario, el desarme del control de cambios -en un tiempo prudente y de manera paulatina- será una realidad.
A grandes rasgos, la economía argentina no necesita una devaluación hoy, y es probable que tampoco lo haga a fin de año. El dólar oficial está en línea con sus valores históricos -más allá de la suba de impuestos y la mayor brecha de productividad internacional de los últimos años que redujeron nuestra competitividad precio-, a la vez que exportamos más bienes y servicios de los que importamos, en un contexto de precios de commodities inusualmente altos y demanda interna inusualmente baja, es verdad. En otro orden, un salto del tipo de cambio cortaría con el incipiente proceso de recuperación que veremos en el segundo semestre, en tanto que re-aceleraría la inflación. Por ende, una devaluación agravaría nuestros problemas en lugar de solucionarlos.
Ahora bien, más allá de estos argumentos, lo cierto es que hay una demanda de dólares reprimida que es necesario corregir: no se puede tapar el sol con las manos, ni tranquilizar al mercado cambiario con un cepo, al menos para siempre. En este marco, corresponderá ordenar el esquema macroeconómico, dejando de tener a los próximos meses como horizonte y poniendo a los próximos años como objetivo. Un sendero fiscal consistente y una tasa de interés que esté por encima de la devaluación y la inflación esperada, por ejemplo, tienen que dejar de ser proyectos irrealizables o utopías para convertirse en realidades y metas tan concretas como inmediatas. Desarmar completamente el cepo en el corto plazo es una mala idea, casi tan mala como usar el esquema de control de cambios para atrasar al dólar en lugar de hacerlo para solucionar los principales desequilibrios y poder levantarlo sin una devaluación tan relevante.
Nuestra escasez crónica de divisas es un problema estructural de larga data. El cepo es una “solución” coyuntural y de corto alcance, que puede evitar una aceleración inmediata de la inflación, pero con demasiados costos. Durante la campaña de 2019 -en agosto, después de las PASO, pero antes de que se reimpusieran los controles cambiarios en septiembre-, Alberto Fernández dijo que el cepo era como “poner una piedra en una puerta giratoria, ya que nadie sale, pero tampoco nadie entra”. Si sacamos la piedra hoy, van a haber muchas personas dispuestas a salir que a entrar, agravando los problemas. El desafío, entonces, es generar las condiciones para revertir esta situación: ir hacia un esquema que aliente la producción y la inversión, sin que genere una transferencia de ingresos de pobres a ricos en el camino. No es fácil, y el resultado exitoso ni siquiera está garantizado; no obstante, atrasando al dólar y teniendo salidas coyunturales para problemas estructurales es el camino opuesto.
La presente nota fue publicada en el diario elDiarioAR el 08/08/2021.