En diciembre de 2019, la tasa de interés de política monetaria (TPM) estaba en 63%. Luego del cambio de gestión, ésta bajó 25 p.p., llegando al 38% en marzo de 2020. La percepción de que el cepo relajaba las necesidades de mantener una tasa de interés alta, en tanto su impacto en el mercado cambiario se veía acotado junto con la demanda de dólares oficiales, además de una morosidad del sector privado que había crecido rápidamente tensando la cadena de pagos, impulsaron este cambio.
Desde que empezó la pandemia, el proceso de caída de la TPM se interrumpió y la misma permaneció fija, estancada en 38%. Ahora bien, en el camino la inflación pasó del 1,5% mensual en abril y mayo del año pasado al casi 5% en marzo de 2021, para después ubicarse en la zona del 3% en la actualidad. De esta manera, la tasa de interés real, aquella que impacta más directamente sobre las decisiones de consumo e inversión, pasó de más de 1% mensual en el segundo trimestre del 2020 a casi -1% mensual en el primero del 2021 y a la neutralidad en mayo y junio. En consecuencia, una TPM fija, en lugar de imprimirle certidumbre y previsibilidad a la política monetaria, la llenó de incertidumbre y erraticidad.
La tasa de interés es una variable clave para cualquier economía, y la argentina no es la excepción. Durante la segunda mitad de la gestión Cambiemos, la misma intentó mantenerse sistemáticamente por encima de la inflación esperada, buscando alentar el ahorro en pesos y desincentivar la demanda de dólares. Sin embargo, esta decisión encarecía inevitablemente el costo de financiamiento del sector privado. En este marco, la morosidad de los préstamos llegó a los máximos desde 2007 -comienzo de la serie estadística- y amenazaba con seguir en aumento si no se relajaban las condiciones financieras, especialmente en una economía donde la demanda y las ventas no respondían. En la misma línea, la inversión cayó 16% en el promedio anual del 2019, marcando las debilidades del esquema.
El problema en la actualidad, más allá de cuál sería el rumbo óptimo, es que pareciera no haber ninguno. El sostenimiento de una TPM constante en un contexto de tanta volatilidad inflacionaria se traduce en una tasa de interés real tan cambiante como la economía argentina, pasando de terreno positivo a negativo y viceversa constantemente. Y eso agrava los problemas existentes. Veamos.
En primer lugar, vale destacar que parte relevante de la política monetaria del 2020 se explica por la asistencia del Banco Central al Tesoro Nacional. El año pasado la política fiscal fue contra-cíclica, generando un rojo fiscal récord que derivó en una asistencia del 7% del PBI, dificultando la absorción de pesos vía LELIQs o venta de dólares. En ese contexto de una transitoria baja de la inflación, la tasa de interés real se volvió positiva. Sin embargo, no se redujo para no alimentar las tensiones cambiarias y retirar parte del exceso de pesos del mercado. A pesar de esto, la baja abrupta de la Badlar en un escenario de extrema incertidumbre complicó los objetivos del Banco Central. La respuesta fue el primer salto del dólar paralelo y la brecha, que escaló del 26% en marzo a más del 100% en el máximo de mayo (promedió un 86% en dicho mes), en un marco de caída récord del nivel de actividad.
Este salto de la brecha, agudizado en los meses posteriores, alentó las expectativas de devaluación, provocando la corrida cambiaria del segundo semestre del año pasado, en donde el Banco Central sacrificó más de USD 4.000 millones para evitar un salto cambiario (alrededor de la mitad de sus Reservas netas). A pesar de que la TPM puede ser un instrumento que desactive algunas tensiones, la autoridad monetaria no recurrió a ella como rueda de auxilio. Si para alentar el ahorro en moneda local es necesario que los plazos fijos le ganen a la inflación esperada y a las expectativas de devaluación, el Banco Central no parecía enfocarse en eso. Por el contrario, para desalentar la corrida reforzó el control de cambios, ajustando al mercado por cantidades en lugar de hacerlo por precios.
Por su parte, y con un enfoque diferente, el Tesoro Nacional salió a captar los pesos “sobrantes” desde octubre pasado, ofreciendo instrumentos atados a la inflación (CER), que ayudaron a corregir el exceso de liquidez y fueron fundamentales para frenar la corrida -algo que no se había logrado en septiembre con el endurecimiento del cepo-. Es cierto que el Banco Central no haber subido la tasa para no competir en la búsqueda de financiamiento con el Palacio de Hacienda; sin embargo, no es menos cierto que para acceder a estas letras o bonos hay que ser un “ahorrista sofisticado”. En consecuencia, el segmento minorista siguió sufriendo rendimientos negativos. El impulso masivo al ahorro en pesos, parecía, podía esperar.
En 2021, la economía arrancó recuperándose y casi alcanzó el nivel de actividad de la pre-pandemia (en el primer bimestre estuvo 1% por debajo). A la vez, la inflación promedió el 4% mensual en ese período, equivalente a 60% anualizado, más de 15 p.p. por encima de la TPM efectiva anual. Como si esto fuera poco, las líneas de financiamiento a tasa subsidiada ayudaban a disociar el rendimiento de las colocaciones en pesos de la tasa de interés de préstamos, ensanchando el margen -abierto con recursos fiscales- para subir la tasa de interés. Sin embargo, el Banco Central se mantuvo firme en su postura: el 38% no se toca. Como resultado, la política monetaria adquirió un carácter fuertemente expansivo, casualmente, en un contexto en donde la economía real empezaba a mostrar señales de mejoría y el Tesoro Nacional achicaba su déficit, en virtud de moderar las expectativas de emisión. Es decir, contrario a lo que recomienda la teoría y se aplica en la gran mayoría de los países, la tasa de política tomó un sesgo pro-cíclico.
En mayo y junio, la inflación estuvo apenas por encima del 3%, de modo que la tasa de interés real (-0,2% promedio) se ubicó en niveles apenas menores a los niveles de octubre y noviembre pasados (-0,4%). Aunque la situación cambiaria es diametralmente opuesta a la de entonces, y la actividad no pareciera exigir un impulso adicional en un contexto de virtual desaparición de las restricciones de oferta y avance del proceso de vacunación, el 38% se mantuvo. En paralelo, el Tesoro Nacional siguió con un buen ritmo de colocaciones de deuda en pesos, en un escenario de bajas expectativas de devaluación en el corto plazo y calma en los dólares financieros. Sin embargo, otra vez, los ahorristas minoristas quedan con pocas opciones para ganarle a la inflación (por fuera del todavía poco conocido plazo fijo UVA), y el dólar no se corre de su cabeza.
Los períodos electorales suelen venir acompañados de políticas fiscales expansivas y presiones cambiarias. El atraso del dólar antes de los votos es una característica de la economía argentina, casi tan repetida como las correcciones posteriores. En este marco, se redobla la intensidad de la pregunta por la dinámica de la tasa de interés: ¿se animará el Banco Central a mejorar el rendimiento de los plazos fijos, en un contexto de inflación transitoriamente a la baja, pero mayores tensiones cambiarias? El reciente endurecimiento del cepo invita a pensar que no, que los principales ajustes seguirán vinculados a los garrotes -complicar los caminos para ahorrar en dólares-, en lugar de a los incentivos -premiar a quien lo hace en pesos-. Sin embargo, el malestar que generan estas restricciones, en un contexto de prudencia fiscal -al menos, durante la primera mitad del año- y de rebote del nivel de actividad podrían descongelar al 38. No hay tasa que dure 100 años.